Detrás de la cámara


Al llegar a la puerta de casa ya era de noche. Fue mientras desconectaba los remolques cuando me percaté de que la GoPro no estaba. Recordaba perfectamente haberla atornillado antes de salir del aeropuerto, apenas tres cuartos de hora antes: Jara lloraba pidiéndonos insistentemente que volviéramos al avión mientras nos decía que no quería ir a casa, como si reconociera el lugar y se diera cuenta de que algo se había acabado; Diana trataba de calmarla y yo fijaba la cámara al soporte del remolque de su bici con un tornillo. Y ahí seguía, enroscado hasta el fondo, tal y como yo lo había dejado. Pero ni rastro de carcasa. Ni rastro de cámara.

Le pregunté a Diana. Me dijo que ella no la había desmontado pero que recordaba haberla puesto en marcha para grabar aquella última toma, aquel último tramo en bici del viaje. Yo también recordaba haber visto los destellos que emite la cámara cuando está grabando, en varios de los fugaces momentos en los que eché la vista atrás para comprobar si Diana me seguía. En uno de los primeros baches del camino mi foco frontal había saltado por los aires y había perdido la bombilla, así que iba sin luz. Por eso bajábamos rápido, tratando de que no nos pillara la noche y buscando la protección de la ciudad.

¿Qué había pasado? No encontré signos de impacto o de golpe violento que hubiera arrancado la cámara del soporte de lo que, por otro lado, Diana se habría percatado. Tampoco recordábamos ningún bache especialmente duro y estas cámaras son todoterreno, utilizadas por paracaidistas, submarinistas, esquiadores y en todo tipo de prácticas de deporte extremo. No se podía haber caído. Solo nos quedaba una opción: nos la habían robado. Y debió ser mientras esperábamos a que se pusiera en verde alguno de los dos únicos semáforos con los que nos topamos. El ladrón tuvo la sangre fría de volver a enroscar el tornillo en su sitio.

Saqué la rutinaria foto de llegada con el móvil, esta vez un tanto desilusionado. Un robo era lo último que nos quedaba aquel día. Atrás quedaba la facturación en el aeropuerto, donde no querían aceptar los remolques salvo que pagásemos de nuevo las maletas, a lo que nos negamos rotundamente. Tras más de 45 minutos de negociación con la empleada, muchas llamadas de teléfono y grandes dosis de paciencia, por fin los aceptaron. O la media hora de más en el control de acceso, donde me obligaron a pasar 5 veces por el arco de seguridad para recolocar el equipaje de mano en la cinta (cámara, discos duros, micrófonos...) y así satisfacer a la operadora de escáner que, negándose a comunicarme claramente lo que realmente necesitaba, generó una situación kafkiana.

Y por delante lo que nos quedaba no era mucho mejor: resolver la humedad que había salido en varias paredes de la vivienda; comprar una lavadora, ya que la nuestra había muerto durante el verano; reparar nuestro coche que, en nuestra ausencia, había encajado la caída de un árbol y tenía el parabrisas roto, además de varias abolladuras. Por último, aquél era un día festivo, ya era tarde y la nevera estaba vacía.

El ojo de la cámara registró aquel último escenario. Tras ver en la pantalla el resultado me di cuenta de que era una pésima imagen. Posiblemente una de las peores fotos que haya sacado nunca. Decidí que la guardaría, sin más, y que el último registro del viaje, el que debíamos marcar en el mapa con una bandera de llegada, se quedaría sin foto. Era una forma inconsciente de protesta porque las cosas no habían salido como yo quería. Una revancha para crearme la ilusión de que el control lo seguía teniendo yo, no mis circunstancias.

Tras muchísimas dudas sobre qué hacer, al final me he decidido a publicarla. No podía dejar esa última etapa sin concluir, hubiera sido injusto. Un viaje así no se merecía un no-final. Fuese el que fuese, la realidad debía mostrarse para así cerrar un proceso y poder iniciar el siguiente limpiamente. Así que aquí estoy, un mes mas tarde, el primero del año, publicando algo no tan bello, ni tan evocador. Un recuerdo para poder dar sentido a lo realmente importante, lo que no debería haber olvidado nunca: que los tres habíamos llegado a casa sin un rasguño, sanos y salvos. Y que nuestra ilusión, pese al cansancio, permanecía intacta.