Traducción de Diana de Horna
Este artículo fue publicado orginalmente en el blog del documental Schooling the World.
El otro día me encontré con esta afirmación entre mis actualizaciones de Twitter:
“Pocos niños aprenden a leer de manera espontánea. Para la gran mayoría, los ejercicios de fonética son imprescindibles, y para todos son beneficiosos”.
Este edicto de 127 caracteres al parecer procedía de una joven que es “autora de un libro de próxima aparición titulado Brilliant: The New Science of Smart” y “periodista, consultora y conferenciante especializada en ayudar a la gente a entender cómo aprendemos y cómo podemos hacerlo mejor”.
Se me clavó como una espinita. No sólo porque yo misma había demostrado en primero de primaria que se puede ser mala haciendo ejercicios de fonética aunque ya sepas leer. Era su tono, ese tono de absoluta seguridad que, como demostraron subsiguientes tweets, se deriva de “investigaciones” y de “datos” que corroboran su certeza.
En los últimos cien años aproximadamente, la institución educativa ha propagado muchas enunciaciones “científicas” como ésta. El hecho de que cada generación descubra que las verdades probadas de la anterior son veleidades dañinas nunca desalienta a la última hornada de expertos, deseosos de imponer sus certidumbres recién alumbradas sobre los niños. Su tono de displicente autoridad denota un mensaje claro: “Sabemos cómo aprenden los niños. Tú no”.
Así que nos lo explican.
El “consenso científico” sobre los ejercicios de fonética, generado por un panel nombrado por la administración Bush y utilizado para justificar billones de dólares de inversión gubernamental en contratos otorgados a simpatizantes de Bush vinculados a los sectores de los libros de texto y la evaluación mediante tests, ha sido aceptado incuestionablemente en Estados Unidos durante los años de las políticas de “No Child Left Behind” y “Race to the Top,”1 así que, si la historia nos sirve de guía, con toda probabilidad sus días están contados. En cualquier momento aparecerá una nueva investigación que demostrará que los ejercicios de fonética para los niños pequeños son perjudiciales, que les confunden y desalientan y les hacen odiar la lectura (todos sabemos que esto es cierto, por lo que más vale que la ciencia lo descubra), y de nuevo habrá que comprarle a los viejos amigos de Bush en la editorial McGraw-Hill millones de libros de texto, tests, y guías del profesor a expensas del erario público.
Este proceso entraña muchos problemas, pero el que me gustaría subrayar aquí es que los “datos” en que se basa no pueden considerarse “la ciencia del aprendizaje”. Son “la ciencia de lo que le ocurre a las personas en el colegio”.
Fue en ese momento cuando se me ocurrió: la gente hoy en día no sabe siquiera cómo son los niños. Sólo saben cómo son los niños en el colegio.
La escuela tal como la conocemos existe desde hace poco tiempo, históricamente hablando: es en sí misma un tremedo experimento social. Muchos datos son reveladores en este sentido: uno de cada cuatro estadounidenses no sabe que la Tierra gira alrededor del Sol. La mitad de los estadounidenses no sabe que los antibióticos no pueden curar una enfermedad causada por un virus. En Estados Unidos, el 45% de los jóvenes que acaban la educación secundaria no sabe que la Primera Enmienda de la Constitución de su país garantiza la libertad de la prensa. No son cosas difíciles de conocer. Si la hipótesis de que la escolarización universal obligatoria constituye la mejor manera de crear una ciudadanía informada y crítica, cualquiera que vea estas cifras de forma objetiva tendrá que reconocer que, en el mejor de los casos, los resultados son ambiguos. En el peor, son catastróficos: unas pocas cepas de súperbacterias podrían demostrárnoslo fehacientemente.
Por otro lado, prácticamente todos los colonos blancos que llegaron a las colonias del noreste de Estados Unidos en tiempos de la revolución sabían leer, no por que hubieran ido todos a la escuela, y desde luego no por que hubieran hecho ejercicios de fonética, que no existían en aquel momento. De “El sentido común”, un libro de Thomas Paine que no es precisamente una lectura ligera, se vendieron más de 500.000 ejemplares en su primer año de publicación, lo que equivaldría a que un libro vendiera hoy en día sesenta millones de ejemplares. La gente aprendía a leer de muchas maneras diferentes, pero muchos aprendían de sus madres, de tutores, de maestros itinerantes, como aprendices, de familiares, de vecinos o de amigos. Sabían leer porque, en una población alfabetizada, realmente no es tan difícil transmitir la alfabetización de una persona a otra. Cuando la gente ansía aprender una habilidad, se vuelve viral. No podrías impedirlo aunque lo intentaras.
En otras palabras, sabían leer por todas esas razones por las que ahora sabemos usar ordenadores. No sabemos usar ordenadores porque lo aprendiéramos en el colegio, sino porque queríamos aprender y teníamos la libertad de hacerlo en la forma que mejor nos resultase. Es una triste ironía que muchas personas ahora ven la fluidez y eficacia de este proceso como una característica propia de los ordenadores, en lugar de verlo como lo que realmente es: una característica de los seres humanos.
En el mundo moderno, a no ser que aprendas a leer antes de los 4 años, ya no tienes libertad para aprender de esta manera: tu proceso de aprendizaje será científicamente planificado, controlado, monitorizado y cuantificado por “expertos” altamente cualificados que operan de acuerdo con las investigaciones más relevantes. Si tu estilo de aprendizaje no encaja con la teoría en boga este año, te humillarán, corregirán, te someterán a escrutinio, te estigmatizarán, evaluarán, y por último te diagnosticarán un defecto leve en el cerebro con el que te etiquetarán.
¿Cómo aprendiste a usar un ordenador? ¿Te ayudó algún amigo? ¿Leíste el manual de instrucciones? ¿Te sentaste y empezaste a juguetear con él? ¿Hiciste un poco de todo esto? ¿Te acuerdas acaso? Tan sólo aprendiste, ¿verdad?
Los lobos tienen camadas de cachorros de la misma edad que la madre deja a cargo de otro adulto mientras sale a cazar; los alces paren crías que pueden mantenerse en pie y seguir a la manada en cuestión de minutos. Los primates, entre ellos el ser humano, tienen una cría por parto que la madre acarrea mientras busca alimento o mientras trabaja, y cuyo cuidado a menudo comparte con un rico entramado de familiares y amigos.
Todos los mamíferos sociales han desarrollado estructuras sociales y conductas específicas para su especie en relación con la transmisión de las habilidades que necesitan para sobrevivir como adultos. Nuestra propia especie evolucionó a lo largo de cientos de miles de años, adoptando un estilo de vida en pequeñas comunidades donde personas de todas las edades convivían; los niños eran partícipes de las actividades adultas, y vivían rodeados de otros niños de mayor y menor edad, y de sus abuelos, inmersos en la naturaleza, con libertad para moverse y jugar y ejercitar sus cuerpos, y pudiendo observar, imitar y luego participar en el trabajo de los adultos a medida que su desarrollo madurativo se lo permitía. En las sociedades que aún viven de acuerdo con este modelo se han desarrollado, a lo largo de milenios, finas pedagogías indígenas que están tan en sintonía con el desarrollo natural de los niños que ciertas habilidades complejas y sutiles se adquieren casi sin esfuerzo aparente.
Cualquier madre gikuyu, en Kenia, sabe que para asignarle una tarea a un niño has de esperar hasta que ves que está preparado para ello. Cualquier padre baiga, de los bosques tropicales de la India, sabe que si un niño intenta hacer algo y luego recula, hay que dejarle tranquilo, porque volverá a intentarlo de nuevo más tarde. Cualquier anciano yup’ik sabe que los niños aprenden mejor de los cuentos que de los sermones, de la experiencia directa que de la instrucción. Cualquier madre o padre fore, de Papúa Nueva Guinea, sabe que los niños a veces aprenden mejor imitando a otros niños, no bajo la tutela de los adultos.
Por todo el mundo hay gente que sabe estas cosas acerca de los niños y del aprendizaje, y lo más interesante es que se podrían aplicar por igual a diseñar software, a hacer un experimento científico, o a escribir un ensayo elegante, que a cazar caribúes o a identificar plantas medicinales en la selva.
Pero nosotros ya no las sabemos.
Cualquier biólogo que estudie la vida de los animales en la naturaleza sabe que un animal en cautiverio no se desarrolla de forma normal si el entorno es incompatible con las necesidades sociales que ha desarrollado su especie. Pero esto es algo que hemos olvidado en relación con nosotros mismos. Hemos alterado radicalmente el comportamiento que nuestra especie había desarrollado en su evolución: separamos a los niños artificialmente en grupos de edad en vez de permitirles vivir en comunidades mixtas, les forzamos a quedarse en casa y a adoptar una vida sedentaria la mayor parte del tiempo, les pedimos que aprendan de materiales textuales en lugar de mediante actividades contextualizadas en el mundo real, les marcamos horarios arbitrarios de aprendizaje en lugar de seguir su propio ritmo de maduración y desarrollo. El sentido común debería decirnos que todo esto tendrá resultados complejos e impredecibles. De hecho, los tiene. Mientras que algunos niños parecen funcionar bien en este entorno completamente artificial, un número significativamente alto de ellos no lo consigue. Por todo el mundo, cada día, a millones y millones y millones de niños inteligentes, sanos y normales se les etiqueta, por diversos medios, de fracasados, lo que les causa un daño permanente para el resto de su vida. Cada vez más, a aquellos que no pueden adaptarse al entorno artificial de la escuela se les diagnostica un trastorno mental y se les medica.
Es en este contexto en el que nos ponemos a investigar cómo aprenden los seres humanos. Pero recoger datos sobre el aprendizaje humano basados en el comportamiento de los niños en la escuela es como recoger datos sobre ballenas asesinas basados en su comportamiento en Sea World 2.
En 2010 tres investigadores de la Universidad de British Columbia publicaron una investigación que encontró un gran eco en la comunidad de científicos sociales. Joseph Henrich, Steven J. Heine, y Ara Norenzayan, los autores de la investigación, cuestionaron la forma en que las ciencias sociales habían hecho generalizaciones sobre la naturaleza y el comportamiento humanos basándose en investigaciones centradas en un reducido subgrupo cultural de la humanidad, lo que ellos denominaron las sociedades “WEIRD” 3. Tras revisar una base de datos comparativa de todo el espectro de ciencias sociales, Henrich et al. hallaron que estas sociedades no sólo no eran representativas de la humanidad en su conjunto, sino que en muchas puntuaciones se encontraban en el extremo de la curva que representa la variabilidad humana; en otras palabras, “los integrantes de las sociedades WEIRD, entre ellos los niños, se encuentran entre las poblaciones menos representativas a la hora de hacer generalizaciones sobre los seres humanos”. En muchas puntuaciones, los estadounidenses se acercaban más al extremo de la curva que los europeos; es decir, eran casos aún más atípicos en una población ya de por sí formada por casos anormales.
Muchos de estos rasgos atípicos obedecen al tipo de educación que consideramos “normal” en Estados Unidos. Resulta que los estadounidenses están en el extremo de la curva en su preferencia por la competitividad frente a la cooperación; por promocionarse a sí mismos en lugar de ser humildes; por un pensamiento analítico en lugar de holístico; por el éxito individual en lugar de colectivo; por la comunicación indirecta en lugar de directa; por concepciones de estatus jerárquicas en lugar de igualitarias. Así que en el colegio alentamos a nuestros hijos a esforzarse por ser mejores que sus amistades y les elogiamos públicamente si lo logran, cuando muchas otras sociedades considerarían esto un gesto de muy mala educación. Nos centramos en nuestros hijos y les decimos exactamente lo que queremos que sepan, cuando en muchas otras sociedades se espera que los niños observen a los adultos atentamente y sigan su ejemplo de manera voluntaria. Controlamos y dirigimos y medimos el aprendizaje de nuestros hijos en todo lujo de detalles, cuando muchas otras sociedades asumen que los niños aprenden a su propio ritmo y no ven necesario ni adecuado controlar sus actividades cotidianas y sus elecciones. En otras palabras, lo que asumimos como un entorno de aprendizaje “normal” no es en absoluto normal para millones de personas de todo el mundo.
Si los estadounidenses son casos atípicos en una población atípica, entonces la subcultura que constituye esa institución basada en la escolarización obligatoria en Estados Unidos, que somete a los niños desde muy pequeños a exigencias cada vez más rígidas y suprime cada vez más su energía y sus inclinaciones naturales, es un caso atípico en esta sociedad. Rasgos que, en su conjunto, la sociedad estadounidense valora –la energía, la creatividad, la independencia– te traerán problemas en clase, y tristemente resulta que algunos de nuestros hijos e hijas simpemente no pueden seguirnos tan lejos en la curva de Gauss. La especie humana es extremadamente maleable y variable, pero no hasta el infinito, y lo que vemos en algunos niños a nivel individual, a medida que nuestra cultura se hace cada vez más extremada, es que la naturaleza latente de la especie vuelve a emerger, a veces de forma disruptiva. Al igual que esas personas que intentan criar lobos como mascotas, vemos que algunos de nuestros hijos comienzan a mordisquear sus correas.
Un día vi a un chiquillo de nueve años que lideraba a un grupo de niños; estaban intentando trepar por las Vasquez Rocks, una formación caliza con mucha pendiente que se encuentra en el desierto de California. Era uno de esos chicos magnéticos, eléctricos, radiantes; amable con los más pequeños, fuerte, rápido, curioso, vivaz como una ardilla, con ojos que lanzaban destellos al aire. Era un gozo sólo contemplarlo, y se lo dije a la amiga que me acompañaba. Ella me respondió que al niño le acababan de diagnosticar un TDAH.
Los niños que no aprenden bien en el colegio a menudo poseen características que serían valoradas y admiradas si vivieran en una de las muchas sociedades tradicionales repartidas por todo el mundo. Son enérgicos, independientes, sociables, graciosos. Les gusta hacer cosas con las manos. Están ansiosos por jugar de verdad, jugar con entusiasmo, poniendo a prueba su fuerza, su habilidad, su atrevimiento, su resistencia; ansían trabajar en algo real, algo importante, concreto, que haga una aportación valiosa. Les disgusta lo abstracto; les disgusta el sedentarismo; les disgusta el control autoritario. Les gusta concentrarse en las cosas que les interesan, que despiertan su curiosidad, que les llevan a trastear y a explorar.
Los “expertos” de nuestra sociedad WEIRD nos dicen que estos niños tienen dificultades de aprendizaje; que tienen poco control de sus impulsos; que carecen de habilidades de organización; que tienen un trastorno negativista desafiante. Uno de cada veinte, uno de cada diez, uno de cada siete de nuestros maravillosos hijos de ojos brillantes, nos dicen, tiene algún tipo de defecto cerebral innato que le incapacita para aprender.
Pero cualquier padre maorí sabe que tienes que observar a un niño pacientemente, en silencio, sin interferir, para aprender si tiene en su interior la naturaleza del guerrero o del sacerdote. Nuestros hijos vienen a nosotros como seres que buscan, nos dicen los maestros maoríes, seres atravesados por dos ríos: el ceslestial y el físico, el que sabe y el que aún no sabe. Su lucha es integrar ambos. Nuestro papel como adultos consiste en apoyar este proceso, no en moldearlo. No nos corresponde a nosotros controlarlo.
“Los arcoiris es como si se marchitaran como las flores”. Eso es lo que dijo mi hija una tarde de lluvia y sol mientras, desde la cima de una montaña, contemplaba cómo los colores se disolvían en el aire. Tenía dos años y medio.
Por eso siempre supe que esta niña tenía un don para las palabras. Le encantaba que le leyeran, se inventaba historias y canciones y poemas y obras de teatro; se inventaba sus propias mitologías, componía interminables cartas para su querida abuela.
Pero no aprendió a leer pronto.
No fue al colegio, así que esto no supuso ningún problema para ella ni para nadie más. Formaba parte de un grupo de niños cuyo sentido de los buenos modales dictaba que nadie le diera gran importancia a la lectura ni a ninguna habilidad que alguno de ellos tuviera y otro no. Si estaban jugando y necesitaban leer una cosa, o estaban inventándose una obra de teatro y querían escribir algo, simplemente buscaban a otro niño o a un adulto que pudiera hacerlo.
Alguna que otra vez intenté, mientras le leía un cuento, pasar el dedo índice debajo de las palabras a medida que las leía, o indicar los sonidos que algunas letras hacen. Igual que muchos niños que no asisten al colegio, ella se daba cuenta inmediatamente de mis intenciones de adulta. “No me gusta cuando haces eso con el dedo”, me dijo. Así que dejé de hacerlo.
Empecé a darme cuenta de que era como si ella se resistiese a centrarse en las letras impresas. Memorizaba libros enteros, poemas enteros, pero lo hacía auditivamente, no con la vista. Tocaba el piano, pero no le gustaba mirar las notas. Cuando dibujaba, lo que hacía constantemente, no dibujaba mirando las cosas y luego copiando lo que veía; dibujaba desde algún lugar profundo de su interior, con líneas fluidas, diestras, intuitivas.
Finalmente, cuando tenía unos siete años y medio, su adorada abuela, mi querida suegra, que era psicóloga educativa en el sistema público, no pudo soportarlo más. Aunque había tratado de no interferir, no pudo contener la certeza científica de sus estudios avanzados y de sus cuarenta años de experiencia profesional y de su continuada búsqueda de las investigaciones más recientes; en un brote de angustia exclamó: “Simplemente sé que hay una ventana cognitiva en la que un niño puede aprender a leer, y si te saltas esa ventana vas a tener problemas más tarde. ¡Y para Isabel esa ventana se produjo cuando tenía unos cuatro años!”
Hubo un largo silencio.
“Abuela”, le dije al final, “si vas al colegio con siete años y no sabes leer te van a estigmatizar y humillar, y a ponerte tan nerviosa que eso va a interferir con tu capacidad para leer más adelante. Eso no va a pasarle a Isabel”.
Sorprendentemente se produjo otro silencio momentáneo. Ella nunca había reparado en eso.
“Además”, continué, “los cuentos infantiles están llenos de madrastras y brujas malísimas y de dragones que devoran a la gente. Yo aprendí a leer con cuatro años porque me encantaba todo eso. Isabel les tiene terror. Cuando leemos El ratoncito de la moto y la señora entra en la habitación con la aspiradora, quiere que nos saltemos esa parte y le contemos si el ratoncito consigue escapar. No tiene ningún deseo de quedarse a solas con esos cuentos. Quiere que se los lea un adulto”.
Para mi sorpresa, el rostro de la abuela se derritió al decirle esto. En realidad, fue como si se marchitara como una flor. Su voz se ablandó.
“Ah”, dijo, “yo era así de pequeña”.
Seis meses más tarde Isabel estaba leyendo Harry Potter ella sola. Ya no quería esperar a que un adulto tuviera tiempo para leérselo, necesitaba saber qué iba a pasar después, con o sin dragones. Con catorce años leyó Guerra y paz. Con veinte era ya directora del taller de escritura de su facultad.
¿Cómo ocurrió esto? Realmente no lo sabemos. Esto es importante: no lo sabes. Nadie lo sabe realmente. Los procesos cognitivos que subyacen a la lectoescritura son más complejos de los que podemos imaginar. Nuestra comprensión científica de ellos está en pañales. Pero aquellas personas cuyos hijos e hijas no están escolarizados estarán asintiendo con la cabeza, se reconocerán en mi historia, porque entre los niños que no van al colegio, o que asisten a escuelas democráticas o libres, el patrón de aprendizaje de la lectura que vimos en Isabel es habitual. Ocurre constantemente. El hecho de que la mayor parte de los “investigadores” y “expertos”, por no decir los psicólogos escolares, no se den cuenta siquiera de que esto es posible debería preocuparnos a todos.
Lo que debería preocuparnos aún más es que estos “expertos” afirman saber más acerca de los procesos cognitivos implicados en la lectura de lo que realmente saben, y que las políticas que afectan a millones de niños –que limitan sus horizontes, que los etiquetan como incapacitados, que les conducen a la frustración y la desesperación– se están basando en sus afirmaciones desmedidas. Philip Lieberman, un científico cognitivo que estudia la base evolutiva de la red de neuronas implicadas en el lenguaje, considera que la actual aproximación científica centrada en identificar los “centros cerebrales” del lenguaje es una especie de “neo-frenología”; una versión moderna de la teoría decimonónica según la cual podemos identificar distintos tipos de inteligencia mapeando los bultos en el cráneo de una persona. Es decir, nos estamos poniendo en evidencia a los ojos de las futuras generaciones con nuestras pretensiones de que podemos identificar las habilidades y dificultades de lectura en las manchas difusas de color de una resonancia magnética. La ciencia sencillamente no ha llegado ahí todavía. Ni siquiera se acerca.
Pero cualquier madre maorí sabe que los niños no aprenden siguiendo una línea recta ascendente sino con un patrón escalonado: dan un salto hacia delante, luego se mantienen, y vuelven a saltar. Su aprendizaje es un río subterráneo, no puedes verlo, ni siquiera puedes sentirlo a veces. Y luego alzan el vuelo. No puedes controlarlo; no puedes atribuírtelo. Es suyo. Tienes que estar ahí, brindándoles afecto y estabilidad, herramientas y recursos, respondiendo sus preguntas, contándoles cuentos, conversando con ellos como si fueran adultos y haciendo tareas adultas y significativas en su presencia. Pero cuando alzan el vuelo es con sus propias alas.
Cualquier padre cree sabe que te das cuenta de que un niño está listo para aprender algo porque empieza a hacer preguntas sobre ello. No puedes controlar el momento en que va a ocurrir, y no hay razones para hacerlo. No sabemos cuándo llegarán los salmones y los gansos cada año, cuándo se derretirá el hielo y cuándo subirán los ríos, cuándo los arándanos florecerán y darán frutos, pero florecen y dan frutos cada año, y nuestros hijos e hijas crecen.
Incluso en las sociedades WEIRD, todo el mundo sabe que hay un margen normal de varios meses en los que un niño pronunciará sus primeras palabras o empezará a caminar. Un niño que camina con 10 meses no necesariamente tendrá más habilidades físicas que un niño que camine con 14 meses, y los pediatras pasan gran parte de su tiempo tranquilizándonos y sugiriéndonos que no comparemos a nuestros hijos entre sí. No existe ninguna base, científica ni de ningún otro tipo, para asumir que los niños van a alcanzar determinados hitos a la misma edad, y aquellos de nosotros cuyos hijos no asisten al colegio a menudo ironizamos diciendo que si le pidiéramos a todos los niños que dieran sus primeros pasos a la misma edad, seríamos un país lleno de personas con dificultades para caminar.
Pero a medida que un niño avanza en el ciclo de la vida, cuando da sus primeros pasos y pronuncia sus primeras palabras, cuando adquiere el control de sus esfínteres, cuando pierde los dientes de leche, cuando aprende a montar en bicicleta y cuando alcanza la pubertad, el margen normal de variabilidad no disminuye sino que aumenta. Enormemente. Una niña sana y completamente normal puede alcanzar la pubertad con nueve años o con quince; un margen normal de varios años. En el aprendizaje de la lectura a esta variabilidad se suma la tremenda complejidad de las dimensiones cognitiva, visual, auditiva, emocional, física y social que deben todas haber alcanzado su madurez y trabajar juntas para que el niño en desarrollo aprenda a leer con fluidez. Y sin embargo hemos creado una institución obligatoria y multimillonaria, con sus empresas multimillonarias auxiliares, basándonos en la idea de que los niños deberían alcanzar este hito a la misma edad.
Y que si no lo consiguen, lo pagarán muy caro.
Un día, cuando mi hija tenía ocho años, tuvimos la sensación de que ella y su mejor amigo Raphael estaban haciendo de las suyas; nos los encontramos acurrucados con un libro, intentando descifrar lo que decía. Como los chicos de los famosos experimentos de Sugata Mitra, estaban tratando de descifrarlo juntos. Cuando entré en la habitación, me miraron como si les hubiera pillado haciendo algo indebido. Esta es otra cosa que aprendes de los niños que no van al colegio: no quieren que les estés observando todo el tiempo. No quieren que les sometas a escrutinio ni que les midas. A menudo ni siquiera quieren recibir elogios ni aliento. Tienen un sentido asombroso de su dignidad y su autonomía, y lo defienden con ferocidad. Quieren que su aprendizaje sea suyo.
En poco tiempo, todos los niños de su pequeño grupo sabían leer con fluidez. Aprendieron de las cajas de cereales y los carteles de las calles; de Barrio Sésamo; de los ordenadores y los libros y las hermanas mayores; de los cuentos y canciones; de las obras de teatro y los poemas; de los juegos de mesa, los videojuegos y los juegos de letras; de las recetas y las etiquetas y las instrucciones de montaje; de las cartas y las abuelas; de sus padres y madres; unos de otros, aprendieron. Muy poca gente va a llegar al final de su infancia en Estados Unidos sin que alguien les mencione en algún momento que la letra “B” hace el sonido “be”. Así que, si consideras que eso es un ejercicio de fonética, entonces perfecto. La idea de relacionar letras con sonidos es omnipresente en nuestra cultura, y los niños, en algún momento, van a encontrarse con afirmaciones como que mono empieza por M y serpiente empieza por S. Algunos de los niños pidieron ayuda a los adultos para aprender a leer, otros no. Algunos de los niños usaron ejercicios de fonética o programas de ordenador, o trabajaron con cuadernos de ejercicios una temporada y luego se aburrieron y los dejaron. Muchos nunca se molestaron.
La cuestión es que aprendieron a leer de la misma forma que todos aprendimos a usar ordenadores: con flexibilidad, de forma idiosincrática, cada uno en la manera, el momento y el ritmo que mejor le funcionaba. Un programa de ejercicios de fonética es meramente una herramienta a usar o no, en función de tus inclinaciones, como un manual de ordenador. Algunas personas podrán usarlo sistemáticamente, otras esporádicamente, algunas nunca.
Cuando a los niños se les permite comenzar a leer en el momento en que sienten interés y están listos, hay numerosos informes anecdóticos que indican que se da una distribución en forma de campana de Gauss aplanada, que va desde los cuatro años aproximadamente hasta los diez u once años, y cuyo pico se extiende a lo largo de la franja de los 5-6-7-8-9 (aunque el psicólogo Peter Gray apunta que la práctica cultural de los mensajes de texto podría estar desplazando la media hacia abajo). Los niños que empiezan a leer más tarde a menudo aprenden rápido, y aunque empiezan “por detrás” de su “nivel de curso” putativo, llegan a rebasarlo y a colocarse por delante de él en cuestión de pocos meses. Prácticamente todos están leyendo al “nivel de curso”, o por encima de él, cuando llegan a la adolescencia.
¿Por qué empiezan unos niños a leer antes que otros? De nuevo, no lo sabemos. Pero muchos lectores tardíos poseen grandes habilidades en las esferas mecánica, musical, espacial, matemática, o digital y sienten gran inclinación por ellas. Muchos están dotados para las artes escénicas o el atletismo. Algunos simplemente tienen una estrategia de aprendizaje diferente, una que absorbe, considera, consolida, y entonces de repente florece en toda su plenitud. Como dijo Isabel cuando tenía nueve o diez años, “Me gusta esperar a saber una cosa, y entonces me gusta aprenderla”.
Lo más crucial es que los observadores han detectado que la edad de inicio de la lectura no sirve para predecir futuras aptitudes ni logros intelectuales. No es raro que quienes han aprendido tarde a leer posean una elevada capacidad intelectual, así como interés por la literatura y talento para ella. Como Einstein, que no habló hasta los tres años, algunos niños sencillamente desarrollan sus habilidades en un orden diferente.
En otras palabras: no tiene ninguna importancia.
A no ser que tú le des importancia. Si presionas a un niño para que lea cuando aún no está preparado, puedes hacerle mucho daño en poco tiempo. Cuando los adultos se inquietan por el desarrollo de un niño, esa ansiedad se la transmiten instantáneamente. Otra cosa que descubres cuando tus hijos no van al colegio es que no puedes engañar a un niño de seis años: ve a través de ti. Así que eso que a los adultos les gusta llamar “incentivo” o “apoyo”, para los niños es a menudo “manipulación” o “presión”, y se resisten a ello. Verás que ocurre esto si prestas atención al niño o niña que tienes delante de ti y observas cómo responde a esa actividad educativa tan “divertida” que planificaste para él.
La resistencia de los niños adopta muchas formas: falta de atención, irritabilidad, interrupciones, introversión, inquietud, olvidos. De hecho, todos los síntomas del TDAH son el comportamiento de un niño que está tratando, de foma pasiva o activa, de resistirse al control de los adultos. Cuando empiezas a generar esta resistencia al aprendizaje, si no reculas pronto, puede llegar a solidificar y convertirse en algo muy limitante.
Si presionas mucho a un niño para que haga algo cuando aún no está preparado en términos de desarrollo –yo cometí ese error más de una vez, y nuestras escuelas lo cometen cada día–, el bloqueo psicológico que se produce es catastrófico. Permíteme que haga hincapié en esto: cuando presionamos a un niño para que haga algo que sencillamente su nivel de desarrollo no le permite hacer, le generamos una creencia profunda que él interpreta como: (a) odio esto; (b) no puedo hacer esto; (c) nunca seré capaz de hacer esto, y (d) me pasa algo.
Todas ellas, hay que decirlo, son creencias profundamente limitantes.
Es interesante ver cómo, en el sistema educativo finlandés, que alcanza una de las mejores puntuaciones del mundo, no se inicia la enseñanza directa de la lectura hasta los siete años, más cerca del pico de una curva de Gauss natural y no forzada que en el sistema estadounidense, donde cada vez se introduce esta instrucción más precozmente. Un estudio realizado en Nueva Zelanda, que comparaba las escuelas Waldorf (en las que se inicia la enseñanza de la lectura a los siete años) con escuelas públicas (que comienzan con cinco años) no encontró ningún beneficio a largo plazo en la instrucción temprana. De hecho, muchos de los estudios que apuntan alguna ventaja en la instrucción temprana de la lectura comparan la destreza de los niños con ocho o nueve años. Lo que el estudio neozelandés nos muestra es que para cuando los niños llegan a los diez u once años, esa supuesta ventaja puede llegar a desaparecer, y que a los doce o trece años a menudo se invierte, siendo los niños que han aprendido más tarde a leer quienes alcanzan mayor comprensión y disfrutan más de la lectura, frente a aquellos que aprendieron antes.
Así que una hipótesis es que las escuelas estadounidenses no sólo asumen que la ventana de desarrollo normal es demasiado estrecha, sino que la sitúan demasiado pronto. Dicho de otro modo, no es como si esperásemos que todos los niños dieran sus primeros pasos a la edad media de doce meses: es como si esperásemos que todos dieran sus primeros pasos a la precoz edad de diez meses. Al hacer esto, creas una subclase de niños tan confundidos, tan ansiosos, cuyos procesos naturales de desarrollo físico y neurológico, su organización, están tan trastocados que literalmente no tienes forma de saber cómo habrían sido si no les hubieras hecho esto.
Los “estándares de aprendizaje evaluables” 4, recordémoslo por favor, no existen en la naturaleza; no se crean de forma científica, sino por mandato. Y no ha habido prácticamente ningún estudio serio sobre el desarrollo cognitivo en niños cuyo aprendizaje no se haya visto moldeado por la segregación de edades que establece el sistema educativo. Finlandia simplemente establece sus estándares allí donde la mayor parte de los niños serán capaces de alcanzarlos. Estados Unidos los establece allí donde un porcentaje realmente significativo no los superará. Esto implica una elección. Al hacerla, podemos estar creando discapacidades en niños que no hubieran tenido problemas si se les hubiera permitido aprender a leer de acuerdo con su propio tempo de desarrollo.
Porque adivina una cosa: si hay algo que las cifras demuestran es que todos nuestros hijos son diferentes.
La letra “D”, dicho sea de paso, hace el sonido “de”.
Un dicho común entre los aborígenes de Australia es “todos nuestros hijos son inteligentes”. Incluso la autora de Brilliant: The Science of How We Get Smarter expone que, por todas partes, las investigaciones comienzan a apuntar que los disléxicos son más inteligentes en algunos sentidos que los lectores precoces. ¿Teníamos que esperar a que la ciencia lo descubriera? ¿No podíamos mirar en los ojos brillantes de nuestros hijos para saber que todos traen algo único y precioso al mundo? ¿Teníamos que ponerlos en fila y compararlos y encontrar un porcentaje predecible que fuera deficiente o incluso “discapacitado”?
El movimiento por la “neurodiversidad” ha comenzado a desafiar a la hegemonía educativa que define qué estilos cognitivos son “normales” y cuáles suponen un “trastorno”. Dejando aparte las variaciones difusas en una resonancia magnética, no existe ninguna evidencia científica que nos persuada de que la gran mayoría de ese 15 a 17% de la población que se estima padece dislexia no son personas perfectamente sanas, normales, que sencillamente poseen talentos diferentes y aprenden de formas diferentes y según calendarios diferentes; muchos disléxicos están empezando a rechazar el modelo de discapacidad, afirmando que no son más “discapacitados” por su forma particular de aprender de lo que pueda serlo un concertista de violín por no ser un buen jugador de hockey. Los niños disléxicos a menudo tienen más imaginación que los no disléxicos, al fin y al cabo, pero nadie le cuelga a los niños “normales” el sambenito de tener una “discapacidad imaginativa”.
No corresponde a nuestros hijos aceptar la etiqueta de discapacitados para poder optar a un entorno de aprendizaje adecuado; corresponde a los adultos proporcionar entornos educativos que sean suficientemente flexibles para acomodar las diferencias naturales entre nuestros hijos. Podríamos acomodar a los niños que aprenden a leer más tarde o más despacio, no como un servicio especial para los discapacitados, sino como un gesto cotidiano de cortesía y respeto por todos los seres humanos, con su gran variedad de puntos fuertes y débiles.
La dislexia no es algo que tienes, dice el doctor Ross Cooper, quien investiga la dislexia además de padecerla, y que ha abrazado el término del mismo modo que los gays han abrazado la palabra “queer”: es algo que eres. Y es algo, subraya, que tiene valor como parte del espectro de la diversidad humana. Cooper plantea la hipótesis de que el rasgo en común de muchas “dificultades de aprendizaje específicas” es una preferencia por un procesamiento visual y holístico de la información, frente al procesamiento verbal y analítico. En lugar de enfocar su atención de forma lineal y secuencial, el niño con esta tendencia absorbe la información visual, los significados y el contexto dentro de una visión global (en el lado derecho del cerebro se encienden manchas de colores difusos), un proceso que puede ralentizar la decodificación pero que también la hace más profunda y la enriquece, lo que conduce al pensamiento lateral, la intuición, la imaginación y la creatividad. El cerebro de estos niños se está organizando de manera diferente, y no hace falta decir que por esa razón su curva de desarrollo podría ser también diferente. Cuando interferimos en este proceso de organización, cuando lo estigmatizamos y lo evaluamos y lo intentamos encauzar prematuramente, cuando tratamos de enseñar a los disléxicos a pensar como otros niños obligándoles a hacer más y más ejercicios de fonética, Cooper dice que estamos robándoles a estos niños la oportunidad de construir su desarrollo orgánicamente sobre sus múltiples fortalezas en lugar de tratarles como un cacharro averiado que necesita repararse.
Resulta interesante que los niños de culturas indígenas tradicionales a menudo procesen la información también de manera holística y contextualmente en vez de analíticamente. Si le pides a un grupo de personas de una cultura urbana no-indígena que divida una lista de plantas y animales en grupos, tenderán a hacerlo taxonómicamente, dividiéndolos en las categorías de mamíferos, pájaros, peces, plantas. Si le preguntas a un indígena, es posible que lo haga ecológicamente, poniendo juntos a la tortuga, el sauce, la garza y el castor porque todos ellos viven en zonas húmedas. El test puede dar esta respuesta como equivocada, porque la escuela tiende a favorecer el pensamiento taxonómico, analítico. Pero la segunda respuesta refleja un tipo de pensamiento asociado con sistemas holísticos, en el que los niños indígenas de entornos rurales pueden desenvolverse con soltura a una edad más temprana que sus compañeros urbanos y no-indígenas.
Los niños de ciudad, que crecen entre dibujos animados de ratones que hablan y peces que cantan melodías, a menudo tienen tanto retraso en su comprensión de los sistemas vivos reales que Henrich et al. sugieren que estudiar el desarrollo cognitivo del razonamiento biológico en niños urbanos podría ser el equivalente de estudiar el crecimiento físico “normal” en niños con desnutrición. Pero en los colegios, a los niños indígenas de zonas rurales se les hace pasar tests y con demasiada frecuencia se les califica de menos inteligentes y más “discapacitados” para el aprendizaje que los niños blancos urbanos, un fenómeno profundamente perturbador que se está dando por todo el mundo en diferentes poblaciones de entornos rurales.
¿Por qué sucede esto? Tal como ha descubierto James Flynn, quien investiga el campo de la inteligencia, si calculáramos el coeficiente intelectual medio de la población estadounidense de hace cien años con los tests normativizados actuales veríamos que, según la definición moderna, los abuelos y bisabuelos de la mayor parte de los estadounidenses blancos serían clasificados como discapacitados mentales. ¿Significa esto que nuestros antepasados eran unos zoquetes? Quizás, puede ser. Pero lo que probablemente significa es que durante los siglos XIX y XX, la mayor parte de los estadounidenses de origen europeo, al igual que muchos indigenas hoy, vivían en un mundo donde para sobrevivir eran necesarios un conocimiento y una inteligencia basados en lo real, concretos, contextualizados, en lugar del conocimiento abstracto que se genera en la escuela. Malcolm Gladwell cuenta en la revista The New Yorker que cuando el psicólogo Michael Cole evaluó a algunos integrantes de la tribu kpelle de Liberia con una versión del test de semejanzas WISC encontró que los kpelle colocaban siempre el cuchillo y la patata en la misma categoría “porque el cuchillo se usa para cortar la patata”.
“Es la única forma en que podría hacerlo un hombre sabio”, explicaron. Finalmente, los investigadores les preguntaron “¿Cómo lo haría un tonto?”. Inmediatamente los indígenas clasificaron los objetos en las categorías “correctas”.
Así que el test de coeficiente intelectual, como otros tests basados en el conocimiento adquirido en la escuela, resulta no ser tanto una medida de inteligencia como una medida de modernidad, de un cambio cultural a gran escala en las sociedades industrializadas que nos lleva del pensamiento concreto al abstracto, del pensamiento holístico al analítico, de un pensamiento basado en sistemas holísticos al un pensamiento lineal y descontextualizado.
Dicho de otra forma, tu coeficiente intelectual no es una medida de lo inteligente que eres. Es una medida de lo WEIRD que eres.
Bien, dirás; pero ¿no se trata de una etapa inevitable y positiva en el “desarrollo” humano a medida que las sociedades se vuelven más complejas tecnológicamente y “avanzadas” intelectualmente? Iain McGilchrist, psiquiatra e investigador en técnicas de neuroimagen, afirma que no. En su revolucionario libro The Master and his Emissary arguye que de hecho la parte del cerebro que es capaz de una atención focalizada, la parte mecánica y analítica tan dominante en las sociedades modernas, se desarrolló como una herramienta limitada, que había de ser guiada y restringida por la parte del cerebro capaz de una atención más global, la parte holística y en la que se basa el pensamiento relacional. La civilización occidental moderna, afirma McGilchrist, no es más “avanzada” que otras sociedades humanas, sino que más bien se ha vuelto peligrosamente desequilibrada, al favorecer el análisis frío, abstracto y mecánico a expensas de una comprensión más interconectada, compasiva y holística del mundo. Este tipo de desequilibrio, como señala McGilchrist, no te hace más “brillante” que los demás; te convierte en un sociópata.
La diversidad cognitiva humana tiene una razón de ser; nuestras diferencias son el alma –y la conciencia– de nuestra especie. No es casual que hayan sido los pensadores holísticos indígenas quienes nos han estado constantemente recordando nuestro lugar en los sistemas ecológicos de la vida, mientras nuestra sociedad tecnocrática y focalizada oscila violentamente entre el conservacionismo y la devastación del planeta a gran escala. No es casual que los pensadores holísticos disléxicos sean a menudo nuestros artistas, nuestros inventores, nuestros soñadores, nuestros rebeldes.
Marie Battiste, una indígena mi’kmaw que es profesora de educación en la Universidad de Saskatchewan, usa una expresión muy elocuente para describir la tendencia de cualquier grupo poderoso de arrogarse la autoridad para definir sus propios rasgos cognitivos y sus preferencias como normales y deseables, y todas las demás formas de pensar, aprender y comprender el mundo como déficits y discapacidades: lo llama “colonialismo cognitivo”. Es el equivalente cognitivo del racismo. Y conduce de forma natural, claro, a una especie de Destino Manifiesto cognitivo según el cual una sola forma de pensar, de aprender, de estar en el mundo, es la que está destinada a arrollar y reemplazar a todas las demás.
Lo que nos trae de vuelta a los ejercicios de fonética. Quien fuera el gurú de la lectoescritura durante el mandato de George Bush, Reid Lyon, captó la atención de la prensa con su presunción de que su aproximación a la lectura estaba “basada en conocimientos científicos, no filosóficos” (ahí está ese tono otra vez). Pero los intentos de decidir el “mejor método único científicamente probado” para enseñar a leer a todos los niños no tienen nada de “científicos”. Tal como apuntan Henrich et al., la investigación WEIRD llega a resultados WEIRD porque la llevan a cabo investigadores WEIRD que hacen preguntas WEIRD. En este caso, la pregunta que se plantearon fue: “si vamos a obligar a cada niño de Estados Unidos a aprender a leer de una única manera, ¿cómo debería ser?”.
Pero no hay ninguna razón científica para hacer esa pregunta. Es una elección filosófica, y profundamente política.
Cualquier padre yanomami sabe que no tienes que obligar a los niños a aprender nada, sólo tienes que darles las herramientas que necesiten y dejarles jugar. Cualquier abuela cree sabe que si ves a un niño haciendo algo inapropiado, no le avergüenzas apuntándoselo en voz alta, sino que silenciosamente, sin aspavientos, le muestras la forma correcta de hacerlo. Cualquier anciano odawa sabe que un niño puede aprender más de tu silencio que de tus palabras.
Lenta y titubeantemente, con mucho esfuerzo, la ciencia está redescubriendo algo de esto.
Desde la Ilustración, cada generación de científicos ha tenido la tendencia a caer en la falacia de que nos encontramos en el punto culminante del conocimiento y la comprensión humanos, que el error se ha rendido a nuestros pies, y que ahora “sabemos” cómo son las cosas. En función del ámbito de estudio, esta prepotencia intelectual puede producir resultados cómicos, inoportunos, destructivos o, cuando se trata de los niños, incluso trágicos. En los años cincuenta, los científicos “sabían” que la leche artificial era mejor que la leche materna, un absurdo que se ha cobrado las vidas de millones de niños de países en desarrollo por diarrea y desnutrición. “Sabían” que el sistema nervioso de los recién nacidos, como el de los animales, no estaba suficientemente desarrollado para sentir dolor, así que operaron a miles de niños (y animales) sin anestesia. “Sabían” que las personas aprenden gracias a los refuerzos positivos o negativos de su conducta, más que gracias a sus pasiones, impulsos, y preferencias internas –por no hablar del río celestial que los atraviesa–, así que indujeron al sistema educativo a educar a los niños como si fueran palomas y ratas, sometiéndolos a un escrutinio y retroalimentación permanentes, a premios y castigos.
En la actualidad, los partidarios de los ejercicios de fonética afirman que “saben” cómo aprenden los niños a leer y cómo se les puede enseñar mejor. No saben nada de eso. Un valor clave en cualquier investigación científica seria es también un valor clave en todas las culturas indígenas: la humildad. Estamos aprendiendo.
Pero todo padre inuit sabe que a los niños les contamos cuentos por la noche, cuando su mente está relajada y expansiva, y antes del sueño, cuando las palabras y las imágenes se adentrarán en su alma. La ciencia está redescubriendo que la memoria se consolida por la noche, a pesar de los “datos” recogidos por la generación anterior, que “demostraban” que los niños aprenden mejor por la mañana. Los niños a menudo escuchan mejor por la noche, hacen preguntas más profundas de noche, son capaces de imaginar más vívidamente por la noche. A la luz del día, la mente mira afuera, hacia el mundo, y los niños con frecuencia quieren moverse y estar activos y tener interacciones sociales, y las cosas que escuchas por la mañana pueden rebotar contra toda esta actividad frenética igual que una polilla rebota al chocar con las aspas de un ventilador. Las cosas que escuchas por la noche se interiorizan, entran en tus sueños, se hacen parte de ti sin esfuerzo.
Y ¿qué hacemos mientras esperamos a que la ciencia redescubra todo esto, a que los datos lo confirmen? ¿Qué hacemos con este niño, esta constelación única de dones y esplendores y lastres humanos, este niño humano único, normal, inteligente, sano, ahora, en este mismo instante?
Aún necesitamos sabiduría, no datos, para criar bien a nuestros hijos. Resulta irónico que, mientras el estudio científico del aprendizaje es aún tosco, primitivo, las culturas a las que algunos llaman “primitivas” atesoran un conocimiento del desarrollo humano que es sofisticado, profundo, sutil, y empírico, basado en miles de años de observación, intuición, experimentación, lucidez. Hablad con científicos, escritores, artistas, empresarios. Veréis que aprendieron igual que aprende un niño yanomami, a través de la observación perspicaz, la experimentación, la inmersión, la libertad, la participación, el juego auténtico y el trabajo auténtico, a través de esas actividades espontáneas en las que la distinción entre trabajo y juego desaparece. Hablad con cualquier buen mecánico, carpintero, granjero, violinista, diseñador web, editor de cine, compositor, fotógrafo, chef, y os daréis cuenta de que aprendieron de la misma forma.
Los investigadores en el campo de la educación están empezando lentamente a atisbar este fenómeno a través de sus anteojos, pero sólo están empezando. Como el pez proverbial que aún no ha descubierto el agua, los investigadores educativos siguen tan limitados por las presunciones WEIRD que restringen su esfera de actividad, que no se han dado cuenta de que el elemento en que viven no es el mundo entero. No han visto que están dando vueltas en una pecera que ellos mismos han creado, y que el aprendizaje abarca todo un universo de posibilidades que nunca han soñado.
“Es cuando estamos ociosos, cuando soñamos, que la verdad sumergida a veces aflora a la superficie”, dijo una vez un gran artista. La ciencia es una herramienta apabullantemente poderosa y de gran belleza, pero no es una buena madre; necesita encontrar su contrapunto en algo más amplio, profundo, antiguo. Como el viento y el clima, como los ecosistemas y los microorganismos, como los cristales de nieve y la evolución, el aprendizaje humano sigue siendo indómito, impredecible, una dinámica estructura fractal que se despliega de forma tan compleja y tan misteriosa que ninguno de nosotros puede medirla o controlarla. Pero somos parte de esa estructura fractal, y tenemos en nuestro ADN la capacidad de ayudar a nuestros hijos a aprender. Podemos empezar a redescubrirlo ahora. Experimenta. Observa. Escucha. Explora las mil formas diferentes de aprender que aún existen por todo el planeta. Lee los datos y déjalos a un lado. Observa los ojos de tu hija, de tu hijo, descubre qué los hace apagarse y oscurecerse, qué los hace despertar, brillar, encenderse como una chispa. Ahí es donde reside el aprendizaje.
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1*N de la T*: "No child left behind" (“que ningún niño se quede atrás”) es el nombre de una ley que entró en vigor en Estados Unidos en 2002, bajo el mandato del presidente Bush. "Race to the top" (“carrera hacia la cima”) es un programa iniciado en 2009 bajo el mandato de Obama.
2*N de la T*: Sea World es un popular parque temático estadounidense relacionado con la fauna marina.
3*N de la T*: siglas en inglés de “occidentales, educadas, industrializadas, ricas, democráticas”, y que forman una palabra que en castellano se traduciría por “raras”.
4*N de la T*: “Grade level standards” en el original. Se ha traducido por la expresión equivalente en la LOMCE, la ley educativa en vigor en España.
Esta obra está sujeta a copyright. La autora se reserva todos los derechos. Para solicitar permiso para utilizar y reproducir esta obra, por favor escribe a info@schoolingtheworld.org.
Todas las fotos son cortesía de Survival International, asociación internacional que defiende los derechos de los pueblos indígenas.
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