Hace justo un año, un día como hoy, dejamos nuestra casa subidos en dos bicicletas equipadas con remolques y un asiento para bebé, y salimos de viaje. Yo iba a cumplir cuarenta y un años, y ya sólo cambiar de piñón me parecía una proeza. Por no hablar de subir las cuestas... Pero quería viajar en bici. No se trataba sólo de viajar, sino de llegar a un lugar anhelado, a esos paisajes que los niños que fuimos nos susurraban que descubriéramos: escuelas posibles donde no cupieran el miedo, el aburrimiento ni la competitividad. Había que llegar. Y no de cualquier modo. Como un niño que comienza a dar sus primeros pasos, ansiábamos aventurarnos a superar los obstáculos del mundo físico… y los de la mente adulta. Por eso, entre otras cosas, me subí a la bici, a pesar de mis miedos, a pesar de mi torpeza.
Y el viaje comenzó: cincuenta kilómetros diarios, cumpliendo rigurosamente con el plan para llegar puntuales a las citas acordadas. Sin embargo, día tras día, a medida que pedaleábamos, ocurrió algo inesperado: la bici, el medio para alcanzar nuestro destino, fue convirtiéndose en un fin en sí mismo: en una escuela, nuestra escuela. Y la escuela de nuestros sueños fue pareciéndose más y más a eso que vivíamos sobre dos ruedas. Pedaleando, la distinción entre bici y escuela se tornó difusa, imperceptible, hasta el punto de que nuestro viaje a pedales acabó por simbolizar todo eso que la institución educativa por excelencia, la escuela, había olvidado: que el aprendizaje va de la mano del placer, y que ha de ser elegido y construido por cada persona. Para emprender un viaje en bici, al fin y al cabo, necesitas vencer el miedo con las mismas armas con que un niño se lanza a descubrir el mundo, las únicas armas que le permiten aprender casi cualquier cosa: entusiasmo, confianza, y apertura.
¿Qué es aprender? Aprender es un reto, un desafío elegido por voluntad propia en el que el miedo a caer importa mucho menos que la promesa de poder levantar al fin los pies del suelo y mantener el equilibrio sobre la bici. Cuando emprendemos un viaje en bici, igual que cuando aprendemos algo con pasión, lo que nos impulsa es el ansia de desafiar lo imposible, de adentrarnos en terra incognita, de ser capaces de llegar allí por nuestros propios medios. Esa es la recompensa, y por eso el deseo de aprender vive al margen de premios, de halagos, de juicios y de notas que no hacen más que desvirtuarlo y encadenarlo.
No es posible aprender sin entusiasmo. Sin pasión podemos estudiar, y también memorizar. Pero aprender es una experiencia activa, emocionante, en la que la persona que aprende es quien lleva el manillar y quien decide en todo momento adónde va y qué camino seguir. Todo está por descubrir si dejamos que la curiosidad nos guíe. Al subirte a la bici, tus sentidos despiertan. Es imposible aburrirte, no ver lo que aparece delante de tus ojos, apoltronarte en tu zona de confort. Y es en eso en lo que consiste el aprendizaje, en dejar atrás el territorio conocido, las certezas, y adentrarnos en lugares insospechados, antes umbríos, y lograr iluminarlos.
Sobre la bici, cada golpe de pedal es fruto de nuestra voluntad, de nuestro deseo, y ese esfuerzo no nos arredra sino que nos impulsa. Cuando aprendemos, cuando el aprendizaje nace de nuestra propia motivación, de nuestra curiosidad o de nuestro afán de superación, nuestros sentidos se avivan, nuestra percepción se afina, nuestro ingenio se agudiza, porque cada pedalada, cada cambio de piñón, cada impulso y cada frenada es una decisión que sólo puede tomar quien lleva la bici. Es tomando decisiones, experimentando con ellas, como aprendemos a decidir. Si dejamos a otros las decisiones importantes (sea un cambio de piñón o el contenido del currículum), nuestro deseo de viajar, y de aprender, acaba por desvanecerse y nos contentaremos simplemente con dejarnos transportar.
En el momento en que eso ocurre, cuando nos rendimos a que nos organicen, coloquen y transporten como elementos de una cadena de montaje, la velocidad usurpa el protagonismo. A mayor velocidad, más eficiencia del proceso fabril, y más vacía la experiencia. La escuela de la bici nos ayuda a darnos cuenta de que no viaja más quien más rápido viaja, igual que no aprende más quien “más rápido” aprende: aprendemos cuando dejamos las prisas de lado y le devolvemos la importancia a observar cada detalle del camino, a detener el momento. Para aprender, como para viajar en bici, la velocidad adecuada no es ni más rápido ni más lento que lo que nuestro cuerpo y nuestra mente nos pidan. Porque el viaje, y el aprendizaje, no están en el camino recto y asfaltado, en el currículum, los horarios y los libros de texto, sino en los recodos, en las vueltas y revueltas, en las paradas imprevistas, en las cuestas y descensos, en la sorpresa y en la inspiración.
Pero hace falta confianza para adentrarse por caminos sinuosos. Donde no hay confianza, el miedo se instala. No es posible aprender con miedo, porque la mente asustada se queda en blanco, paralizada. O huye, memorizando sinsentidos como si en esa carrera de repetición pudiera escapar a la amenaza del suspenso. Justamente lo contrario de lo que significa aprender1, que es ir en busca de algo, perseguirlo, atraparlo. Quien vive con miedo es un mal cazador de sueños. Para confiar en uno mismo antes alguien ha debido depositar toda su confianza en nosotros: la confianza se construye cuando sabemos que equivocarse no es motivo de castigo ni vergüenza, cuando nuestro valor como personas no se mide en número de aciertos, cuando entendemos que para aprender hay que haberse caído mucho, mucho de la bici, y que cada caída nos acerca a nuestro propósito. La confianza se apuntala cuando, al llegar a la cima de una cuesta, miramos abajo y nos damos cuenta de que el único motor que nos ha elevado ha sido nuestra voluntad.
Cuánta soledad hay en nuestras vidas previstas, en nuestras clases pautadas, en nuestra vidas asfaltadas. Seguir el guión nos encierra en un rol, y nos priva de la oportunidad de recrearnos y de recrear nuevas relaciones, de apartar las máscaras y vivir la autenticidad de cada momento: sólo así puede el maestro volver a ser alumno, y el aprendiz descubrir que tiene mucho que enseñar. Cuando viajas en bici es difícil sentirte sola; siempre hay alguien que te anima a seguir pedaleando, alguien que te saluda, alguien que te pregunta adónde vas y que quizás se anime a acompañarte. Aprender debe ser también una aventura que nos muestre el valor de confiar en los demás, y en nosotras mismas; una aventura en la que siempre podamos encontrar a alguien dispuesto a echarnos una mano, a acompañarnos sin juzgarnos, sin evaluarnos.
Olvidar los juicios y prejuicios es lo único que nos acerca a otras personas, a compartir experiencias y descubrimientos… viajar en bici nos impulsa a colaborar y compartir en lugar de competir. Y es que aprendemos mucho más cuando somos capaces de ayudar y de dejar que nos ayuden, de dar y de recibir, de sentirnos útiles, y de formar parte de una comunidad que se extiende mucho más lejos de lo que nuestra mirada abarca.
Igual que un niño, en su hambre de saber, percibe hasta la más minúscula manifestación de vida, movernos en bici nos obliga a dejar atrás las cuatro paredes del aula y a abrirnos al mundo desde todos los sentidos: a mirar y descubrir las águilas que vuelan sobre nuestras cabezas, a respirar el perfume de la jara o el algarrobo, a sentir el frescor del aire, a distinguir cada sonido. Viajar en bici es darte cuenta de que los pueblos y las ciudades, las cordilleras y los ríos, las costas y los mares, no son sólo nombres a memorizar en un mapa, sino que todo está interconectado, todo depende de todo, y que lo más importante es aprender a llegar de un lugar a otro encontrando nuestro propio camino. El viaje es la verdadera escuela2. Pedaleando descubrimos, comprendemos, tenemos la vivencia de que formamos parte del mundo… y de que podemos cambiarlo si nos lo proponemos.
¡Cuántas veces, mientras pedaleábamos, sentimos que nos despegábamos del suelo! Cuando eres dueño de tu propio aprendizaje, cuando eliges una meta y te propones el camino para alcanzarla, cuando tu imaginación y tu inquietud son los motores del descubrimiento, aprender, también, se convierte en un medio de transporte para sentirte libre, para soñar, para volar. Hay pocas cosas que nos acerquen más a la felicidad que ser capaces de construir nuestro propio destino. Cada niña y cada niño nace con el potencial y el deseo de emprender vuelo, y de volar cada vez más alto: sólo necesitan que alimentemos su confianza, su entusiasmo y su mirada abierta al mundo. No amarremos esas alas, no eduquemos, no vivamos, arrastrando los pies por caminos ya trillados.
Ahora que el viaje ha terminado –y que el cambio de piñón no se me resiste–, se hace duro pasar un día sin subirme a la bici. Necesito recordar la sensación del aire en las mejillas, el tacto del manillar, las piernas audaces. Pero si es cierto que en la vida sólo recordamos las cosas que nos importan, que recordamos no con la cabeza sino con el corazón, estoy segura de que no lo olvidaré. Igual que no olvidaré que aprender, y vivir, deberían ser siempre tan apasionantes como un viaje en bici. Y que, en el momento menos pensado, subirte a la bici puede ayudarte a sortear un pedazo de atasco (de tráfico, o de casi cualquier cosa en la vida).
Notas:
1 Aprender: del latín apprehendĕre, a su vez de ad ("a, hacia") y prehendĕre ("percibir, asir, agarrar").
2 Por eso un viaje está mucho más cerca que la escuela moderna de la "escuela" primigenia, aquel espacio de aprendizaje y creación que los griegos llamaban skholè, y que aunaba la distensión, el tiempo de ocio y la creación intelectual.