Pocas semanas antes de nuestra llegada a Oviedo recibimos una llamada: Marta, en nombre de la “comunidad de alegres ciclistas” 30 días en bici, nos ofrece hacer el trayecto entre Oviedo y Gijón con nosotros. Es toda una alegría, porque hasta entonces sólo hemos tenido compañía ciclista muy ocasionalmente, y nunca más de dos personas. ¡Y ahora vamos a entrar en Gijón con todo un pelotón! Si la lluvia lo permite, claro... Pero el día, a pesar de que estemos ya en noviembre, amanece luminoso, y temprano nos encontramos con el grupo: personas de todas las edades y condiciones, como un padre y un hijo asombrosos que juntos pedalean en tándem (el padre delante, dirigiendo el manillar acoplado a su silla de ruedas, y el hijo detrás, haciendo a veces esfuerzos hercúleos para remontar las cuestas). Tras atravesar campos y barrizales, prados verdísimos y alguna que otra carretera, llegamos a Gijón felices, en inmejorable compañía, arropados por nuestros ya inolvidables compañeros y compañeras de 30 días en bici y Asturies con bici.
A las afueras de Gijón, en medio de un onduloso jardín donde crecen árboles centenarios, está la casa que alberga el Colegio Andolina. Como las golondrinas de las que toma su nombre, esta escuela homologada ha volado ya muy lejos desde que viera la luz en 2011, cuando un grupo de familias unidas por el deseo de dar a sus hijas e hijos una crianza y educación respetuosas decidió dar el paso de montar una cooperativa para sacar adelante el proyecto de una escuela activa, en la que el cuidado de los procesos naturales de desarrollo y aprendizaje de los niños fuera un pilar fundamental, y donde pudieran aprender desde su deseo de experimentar el mundo, desde el contacto con la tierra, sin prisas, sin miedo a equivocarse.
Como una comitiva multicolor, colocadas en fila a la entrada de la escuela, nos reciben las botas de agua de las niñas y niños, que se descalzan al llegar. Es pronto, pero ya se oye una algarabía de voces menudas, y de pies diminutos que corretean por los pasillos. Vamos descubriendo el cole de la mano de Belén, la directora y también madre de dos alumnas, mientras suena una suave música de fondo y a través de los ventanales alcanzamos a ver las copas de los árboles y el frondoso jardín. En el cielo, los nubarrones que nos contemplan, aún silenciosos, están preñados de lluvia.
En Andolina conviven más de setenta niñas y niños de entre tres y once años, y siete adultos (cinco acompañantes a jornada completa, uno a media jornada, y una psicóloga). Los espacios están diferenciados, adaptados a los distintos niveles de desarrollo en esas etapas, pero los niños pueden moverse libremente, sin distinción de edad. La única limitación es que haya un acompañante cerca. Belén nos cuenta que Busgosu, el protector del bosque en la mitología asturiana, da nombre al espacio de juego, plástica y construcción. Bural, una criatura fantástica mitad búho, mitad coral inventada por las niñas y niños, es como se conoce el lugar destinado a la concentración, y que hace al tiempo de sala de ordenadores, biblioteca, aula de matemáticas y ciencias, de geografía e historia. No nos extraña que fueran las niñas y niños quienes eligieron esos nombres, tan cercanos a la naturaleza y la imaginación, para designar sus refugios.
Y son también las niñas y niños quienes deciden muchas de las normas que rigen la escuela, normas vivas que van cambiando en función de las propuestas de los chicos, al igual que el horario de las actividades, proyectos y talleres, que no es rígido sino que responde a las necesidades que van surgiendo, y a la iniciativa y las inquietudes de las chicas y chicos.
Después de asistir al taller de psicomotricidad (en el que, dicho sea de paso, todos lo pasamos pipa), somos testigos de una escena muy reveladora de la actitud de los adultos ante los niños: las chicas y chicos de primaria han decidido que quieren adoptar una mascota para la escuela, y una de las niñas va a encargarse de llamar a un refugio de animales para concretar los detalles de la adopción. Tras explicar el motivo de su llamada y solicitar información, la única respuesta que recibe (por dos veces) es “tiene que llamarnos una persona mayor”.
Pero no importa. Si no pueden adoptar un perro o un gato, los niños se conforman con... ¡una babosa gigante! Afuera, en el jardín, un grupo de chicos ha encontrado al animalito reptando por la hierba y ha decidido construirle una casa propia en la rama de un árbol. Mientras, otro grupo de niñas y niños, guiados por un acompañante pertrechado con impermeable y botas de agua, empieza a cargar con cubos, azadas y plantones para preparar el huerto. Tocar, sentir, construir y deconstruir las cosas "de verdad"... qué importante es esto en la vida de los niños, y qué pocas oportunidades encuentran en nuestra sociedad de plástico, donde los objetos son tan costosos o tan tecnológicamente complejos que la idea de desmontarlos, de destriparlos y descubrirlos, es casi una herejía. Cuántas veces nos olvidamos que, para el desarrollo cognitivo de los niños, alimentar sus sentidos es mucho más crucial que apresurar la adquisición de "conocimientos" a través del lenguaje o la abstracción intelectual. Los conceptos se adquieren y se interiorizan en contacto con el mundo real, y ninguna explicación puede suplir la experimentación, la vivencia en primera persona ni la sensibilidad de las manos.
En otra parte del jardín, un chico salta de tronco en tronco. Va cambiándolos de posición para hacer el juego más difícil y ver hasta dónde es capaz de llegar. A veces lo consigue, otras se cae. Pero las enseñanzas que se lleva van mucho más allá de la habilidad física: en este juego inventado, él es el único que puede medir su éxito o su fracaso, y cada paso requiere de toda su atención y su energía. La victoria no está (sólo) en no caerse, sino en no abandonar, en no dejar de encontrar nuevos retos, en no perder la ilusión.
En Andolina se tienen en cuenta las necesidades de los niños y niñas, pero también las de las familias, los profesionales de la educación, y las de todas aquellas personas que quieren aprender más sobre esta otra forma de educar. Regularmente, el colegio organiza cursos, charlas, jornadas de trueque, e incluso campamentos. El éxito de su planteamiento no es casual: el esfuerzo y la entrega de las familias puede verse en cada detalle, y cada curso se cubren todas las plazas ofertadas y quedan familias en lista de espera, lo que no hace más que apuntalar la idea de que esta visión de la educación resuena con fuerza en más y más madres, padres y educadores.
Durante un rato, Diego y Ubayy, dos de los niños, se acercan para que les entrevistemos. La conversación con ellos me hace recordar las razones por las que estamos haciendo todo esto: si hubiera un solo niño que sufriera en su paso por el sistema educativo sería ya demasiado, sería suficiente para cuestionarnos lo que entendemos por "educar". Pero no es uno solo, son muchos, en mayor o menor medida, de forma más palpable o menos, estadísticamente más relevante para la Administración o menos. El fracaso escolar lo imputamos a la poca dedicación de las familias, a la baja motivación del profesorado, al hedonismo y la “vaguería” de los chavales, a la poca eficacia de las reformas educativas, a asignaturas que "distraen"... pero nunca a un entramado de relaciones malsanas basadas en el autoritarismo y la hipocresía de los adultos, y en la nula comprensión de lo que los niños y niñas necesitan. Como “personas mayores” estamos irremisiblemente impregnados de eso que la sociedad espera de nosotros (que no nos salgamos de la raya, entre otras cosas), y esa invisible camisa de fuerza la trasladamos a la educación de nuestros hijos, sin darnos cuenta de que lo que les inculcamos no es educación sino represión.
¿Cuál es la auténtica educación? ¿La que premia por colorear un dibujo sin salirse de la raya, y castiga por pintar el arcoiris de mil colores en lugar de sólo siete? ¿La que inculca vergüenza en lugar de ayudar a un niño a sentirse aceptado? ¿La que obliga a memorizar toneladas de páginas que dejarán tan sólo el poso del tedio...? ¿O la que nos impulsa a buscar las respuestas por nosotros mismos en la confianza de que, aunque no siempre logremos encontrarlas, en el camino lo que es seguro es que nos encontraremos a nosotros mismos?
Sobre una mesa, miro varias piedras en las que hay pintadas palabras. Son los deseos de las niñas y niños de Andolina, su sueño de una escuela diferente de las demás, y las palabras que describen cómo querrían que fuera. Cada semana, en la asamblea, se saca una de estas piedras para no olvidar esos anhelos, para acercarnos un poco más a cumplirlos. Piedras –sólidas, inmutables– que nos recuerdan la importancia de no perder de vista nuestros deseos, nuestros sueños, no sea que se alejen tanto que nunca más podamos volver a acariciarlos.
Lecturas recomendadas sobre Andolina:
Con nuestro cariño para Fernando, y también para Rebeca, Miguel y la pequeña Clara.