Billete de ida

Créditos fotográficos: William Creswell

Créditos fotográficos: William Creswell

Este podría ser el relato de un viaje. Un viaje asombroso en bici, por ocho países, en el que una pareja y su hija de dos años se lanzan a descubrir y filmar escuelas diferentes que desbaratan y transforman lo que suele entenderse por “educación”. Un viaje que se entrecruza con el de decenas de personas: niños, adolescentes y adultos, que están también buscando otra forma de educar, y de educarse. Pero al mismo tiempo hay otro viaje, invisible a los ojos y que sólo puede verse con el corazón. Y es de ese viaje esencial del que quiero hablarte primero.

Vayamos mucho más allá de la geografía. Te invito a sentir la educación. A pensar en la educación, pero no desde palabras adultas como “renovación”, “paradigma” o “metodología”. Te invito a un viaje interior que parte de la estación de las emociones, donde está el verdadero origen de todo pensamiento humano. Es el viaje que nos lleva, a los niños grandes, de vuelta a la escuela, pero desde la mirada del niño que fuimos y que aún llevamos dentro, aunque a veces parezca ausentarse.

Mi pareja Diego y yo empezamos este otro viaje, el viaje interior, hace treinta meses, cuando nació nuestra hija Jara. Fue a partir de ese momento cuando tuvimos la oportunidad de ver de nuevo el mundo a través de los ojos de una criatura que despierta a él, que trata de comprenderlo y de hacerlo suyo superando incontables barreras, con el asombro, la curiosidad y el deseo como únicas razones. Inevitablemente, la escuela regresó a nuestros pensamientos, a nuestras conversaciones, sólo que, de alguna forma, ya no éramos un padre y una madre sino un niño y una niña que están de regreso en el aula, sentados a un pupitre, escuchando (o haciendo que escuchan) la lección del profesor. Y así vinieron las preguntas con las que, casi sin querer, emprendimos el viaje: ¿Quiénes éramos en aquel entonces? ¿Qué sentíamos? ¿ Cómo nos cambió pasar doce años, los mejores años de nuestra vida, en la escuela?

Para poder responder a preguntas como éstas es preciso quitarse antes los ropajes del adulto, sacarnos las corazas, los miedos y prejuicios, las presunciones y las creencias heredadas. Porque la educación que recibimos es ya parte de nosotros, nos define, y ponerla en duda equivale a dudar de nosotros mismos. Y porque, en general, el modelo de educación que conocemos no se cuestiona: se cuestiona la labor del profesor, la efectividad de las sucesivas reformas, la composición del currículum, pero la bondad de la escuela como la conocemos queda siempre fuera de toda duda. Hay que hacer un ejercicio de humildad, y entender que la perspectiva adulta, por sí sola, no vale para crear una escuela diferente: necesita urgentemente de la voz, de las manos, de la mente y, sobre todo, del corazón de los niños, esos mismos niños que han sido siempre “los nadies” de la escuela, relegados a callar y obedecer, abocados a convertirse en adultos sin voz que llevarán, también, a sus hijos a esa misma escuela para que aprendan a ser ninguneados y acallados. 

Cambiar la educación exige, primero de todo, cambiar nuestra visión de la infancia. Si tratamos a los niños como si fueran seres humanos incompletos, si dudamos de ellos, si les hacemos creer que por sí solos no son capaces de nada, eso es lo que ellos sentirán y en lo que se convertirán1. Para que puedan creer en sí mismos, primero tenemos que creer en ellos, y eso significa dejar a un lado nuestra falsa pretensión de superioridad, porque sólo agachándonos podremos llegar a comprender su mundo bajito, hecho de pequeñas cosas imperceptibles para quien mira desde un metro más arriba.

El viaje geográfico, ese viaje en bici del que te hablaba al principio, nos llevó a conocer a niñas y niños que han podido vivir otra educación. Niñas y niños que han podido sentirse escuchados, respetados, considerados. Y escuelas que dan poder a los estudiantes, que confían en ellos y les ayudan a ser más felices y, por tanto, mejores personas. ¿Cómo lo logran? Cada una lo hace de una forma diferente, pero todas comparten algo que está tristemente ausente en la educación convencional: el respeto a la necesidad de libertad del ser humano. Esta libertad se manifiesta en las niñas y niños de formas diversas: a través del juego libre en plena naturaleza, participando con voz y voto (en igualdad con los adultos) en la gestión y organización de la escuela, pudiendo decidir qué y cómo aprender, sintiendo que pueden expresar sus sentimientos sin sentirse juzgados… Cuanto más libres les permitimos ser, más capaces son de hacer un uso enriquecedor de esa libertad: son más capaces de imaginar, de inventar; de pensar con autonomía y juicio crítico; de reconocer las injusticias y de actuar frente a ellas; de perder el temor, entre otras cosas, a disentir y a ser ellos mismos.

Ante nuestra cámara, hemos hablado con niñas y niños de su vivencia de la escuela, de cómo sentirse queridos y considerados les hace florecer, y de por qué la educación convencional es algo que quieren dejar atrás. Hemos hablado con educadores que nos han mostrado cómo el sistema educativo tradicional produce también profesores tristes, personas anuladas en su vocación de acompañar a las niñas y niños en su aprendizaje y su desarrollo vital, y cómo participar en esta otra visión de la educación les ha hecho revivir. Hemos hablado con especialistas en educación, que se han sumado a los niños y educadores en su crítica tajante de un sistema que, en lugar de despertar pasiones y colaborar con la naturaleza humana, genera apatía, aburrimiento, miedo, competitividad e individualismo. Todas y cada una de estas personas nos han transmitido, con rotundidad, que podemos cambiar la educación, que esto que anhelamos ya está ocurriendo. Y que no podemos perder el tren.

Estamos otra vez de viaje. Volvemos a coger las bicis, con sus remolques y el asiento para bebé donde viaja Jara, para recorrer 3.000 km, en el estado español, en busca de otros espacios de aprendizaje donde las niñas y niños nos hablen de lo que necesitan, de lo que a veces no nos atrevemos a darles, de la escuela de sus sueños. Queremos volver a escuchar sus voces. Y te invitamos a venir con nosotros. Sólo con tu compañía y tu presencia podremos andar todo el camino y, quién sabe, si vienes quizás inesperadamente acabes también encontrando algo que quedó olvidado, hace muchos años, entre las cuatro paredes de un aula. Es lo que te deseamos.

1Como bien describieron Rosenthal y Jacobson en el efecto Pigmalión.