Talento y carpintería: desintoxicando la educación

Una niña y un niño taladrando madera en Tinkering School, San Francisco (Estados Unidos)

Una niña y un niño taladrando madera en Tinkering School, San Francisco (Estados Unidos)

El pasado 5 de junio participamos como invitados en el I Congreso Internacional en Innovación Continua que se celebró en el Teatro Municipal Buero Vallejo de Alcorcón (Madrid). Nuestra propuesta, el texto que sigue, junto con la presentación que puedes ver al final, fue una ponencia desintoxicante en la que hablamos de creatividad, de instinto, de felicidad, y de cómo superar las barreras de un modelo de crianza y educación que arrolla nuestro potencial. 


Es muy difícil resumir todo lo que hemos visto en siete meses de viaje por Europa y Estados Unidos. Voy a centrarme en lo que me habéis pedido, en contaros cómo hacen estas escuelas diferentes que hemos conocido para conectar con el talento de sus alumnos y alumnas

Diana, dirigiéndose al público durante la charla

Diana, dirigiéndose al público durante la charla

En realidad, en estas escuelas, no son los maestros ni los profesores quienes descubren el talento, sino que son los propios estudiantes quienes encuentran las condiciones adecuadas para darse cuenta por sí mismos de qué es lo que les apasiona hacer. Cuando eso ocurre, cuando encuentran algo que les fascina, el mundo cambia. Hemos conocido muchos niños y niñas en este viaje; recuerdo ahora a un adolescente autista que vivía para tocar el piano. También a un grupo de chavales que pasaron meses trabajando en un proyecto para diseñar y construir una cúpula geodésica (y superaron un montón de retos en el camino) sólo porque querían aprender

Pero antes de entrar a describir estas condiciones que requiere el talento para visibilizarse, quiero contaros algo que me pasó hace poco, mientras estaba en un lugar que me parece de los sitios donde más se puede aprender de educación y pedagogía, y además gratis: el parque de mi barrio. Un día estaba yo en el parque con mi hija, y escuché una conversación. Quien hablaba era un niño de unos ocho años: les estaba contando a un grupo de adultos lo que le gustaba jugar con piezas de madera, lijarlas, cortarlas, encajarlas... En algún momento dijo algo así como que le gustaría dedicarse a la carpintería. Enseguida, una de las personas mayores le espetó: “Y ¿por qué no te haces arquitecto? Es casi lo mismo... y ganarás más”. 

Vista interior del domo de Ojo de Agua, Orba, Alicante.

Vista interior del domo de Ojo de Agua, Orba, Alicante.

Los adultos somos auténticas apisonadoras de talento. El mensaje que este niño recibió fue que a las personas mayores no les importa que te dediques a algo que te hace feliz. Lo que les importa, lo que valoran, y lo que les hace sentir admiración es que ganes dinero. 

Sobra decir que la arquitectura y la carpintería no son lo mismo. A este niño seguramente le gustaba tocar la madera, trabajar con sus manos, la sensación de crear algo partiendo de un material indefinido. Pero, muy probablemente, si continúa recibiendo mensajes como ese (explícitos pero también implícitos, como los que nos llegan a través de la publicidad, los programas de televisión y el propio ejemplo de los adultos que nos rodean y que vale mucho más que sus palabras), y si es un chico de esos que llamamos “buenos estudiantes” (es decir, que hacen lo que los adultos esperamos que hagan, y que muy a menudo están hambrientos, más que de conocimiento, de reconocimiento) se irá apartando de la carpintería y un buen día, sin darse cuenta, se habrá olvidado de lo que disfrutaba trasteando con sierras y martillos. 

Éste es un ejemplo de lo que Katharina Rutschky denominó pedagogía tóxica: esa educación emocional tóxica que está aún en la base de nuestra relación con nuestros hijos e hijas pero también en nuestro sistema educativo, que muchas veces gira en torno a juicios de valor, premios, castigos, y otras formas más o menos sutiles de manipulación.

Entonces, ¿qué pasa con el talento en nuestros coles e institutos? La verdad es que sale muy mal parado.

El talento se asienta en la inteligencia pero muy especialmente en una faceta de ésta que es la creatividad, y que tradicionalmente ha pasado casi desapercibida en nuestra educación, asociada si acaso con el arte y con asignaturas “de segunda”. Las asignaturas que nos parecen importantes siguen siendo esas en las que hay que “hacer codos”, “empollar”, es decir, memorizar. Y nuestro modelo educativo sigue premiando con buenas notas a los estudiantes que son capaces de repetir como loritos lo que les enseñamos en clase.

Trabajos en madera, Tinkering School,  San Francisco (EEUU)

Trabajos en madera, Tinkering School,  San Francisco (EEUU)

Pero aquí viene la mala noticia: aunque las notas pueden funcionar para recompensar una tarea repetitiva y mecánica como la memorización, no sirven en absoluto para despertar la creatividad. No sirven porque desplazan la atención de lo realmente importante, del proceso creativo, el proceso de aprendizaje en sí, y la trasladan a algo secundario de lo que el niño no tiene control (la nota), y que nos dice más bien poco de lo que ocurre en su cabeza. Esta falta de control produce ansiedad y bloquea la creatividad. Cuando nos centramos en las notas estamos impidiendo a los niños reconocer sus propias habilidades por sí mismos (sin depender de un juicio externo) y les apartamos de su instinto y de su capacidad para llegar a conocerse. Y esto es fundamental no sólo para que desarrollen su talento sino para que se desarrollen como seres humanos y no como meras piezas de un engranaje.

En una clase tradicional los estudiantes pueden dar la respuesta correcta pero nunca llegan al pensamiento crítico y profundo que es indispensable en una formación completa.
— Patrick Hazlewood, Director de St. John’s

Lo mismo ocurre con los exámenes: los exámenes penalizan los errores, convierten a los estudiantes en personas temerosas de dar una respuesta incorrecta, temerosas de fallar. Y el miedo al fracaso es enemigo del talento: nos lleva a desmoralizarnos ante los fallos y nos hace olvidar que, como decía Paulo Freire, es justamente la equivocación la que nos permite aprender. El talento requiere perseverancia, resistencia a la frustración, y aprender de nuestros errores, algo difícil de lograr en un sistema educativo que sigue huyendo del error como de la peste, en lugar de incorporarlo al aprendizaje.

Pero aún hay más cosas que van minando el talento de los niños y niñas, por ejemplo organizarles todas las actividades, planificar cada minuto de su día a día. La imaginación y la reflexión necesitan de un espacio de libertad, de calma. Cuando un niño está sometido a estímulos constantes, su imaginación se embota. Los niños necesitan un tiempo en el que poder elegir qué hacer, o simplemente no hacer nada: el aburrimiento es el acicate que nos lleva a descubrir que la vida no viene con libro de instrucciones, y que lo importante es que tomemos la iniciativa.

Una joven cortando madera con una caladora, Tinkering School, San Francisco (EEUU)

Una joven cortando madera con una caladora, Tinkering School, San Francisco (EEUU)

Tampoco ayudamos a los niños cuando confundimos disciplina con obediencia. Desarrollar el talento requiere disciplina, tesón, resistencia a las frustraciones, pero la disciplina auténtica nace de la propia persona, de su voluntad y su motivación, no del miedo al castigo, ni de la búsqueda de una recompensa. La mejor manera de aprender disciplina es poder dirigir nuestro propio aprendizaje, poder decidir qué, cómo y cuándo queremos aprender.

Y otra cosa que hacemos sin darnos cuenta, y que impide que el talento aflore, es convertir la vida de nuestras hijas e hijos en una carrera: meterles prisas cotidianamente, porque el estrés y la ansiedad van a contrapelo de la creatividad; pero también meterles prisa para que adelanten contenidos, para que aprendan cosas antes de que estén realmente preparados y motivados para aprenderlas. El talento no es como la pasta de dientes, que sale del tubo a presión: para desplegarse necesita un entorno relajado y en el que no haya miedo. Las prisas arruinan la curiosidad y las ganas de saber.

Entonces, ¿qué podemos darles, qué necesitan de nosotros para encontrar su propio talento? Necesitan algo que se me ocurre resumir como “el ABC del talento”: necesitan autonomía, necesitan brincar y necesitan confianza. 

Necesitan autonomía porque un niño que puede explorar libremente es un niño que conserva la curiosidad, y un niño curioso tiene muchas más probabilidades de descubrir y desplegar su talento. En las escuelas que hemos visitado la autonomía se traduce, por un lado, en libertad de movimiento, y por otro en libertad para elegir qué aprender y cómo hacerlo. Son escuelas donde no hay aulas, sino espacios de aprendizaje, muchas veces basados en las inteligencias múltiples. El espacio exterior, ya sea un patio, un jardín o un espacio natural como un bosque, se incorpora como un espacio de aprendizaje más, y cada niña o niño puede decidir a qué dedica su tiempo. Los estudiantes no están agrupados por edad, sino que pueden relacionarse con otros mayores o menores. Se trata de proporcionarles un entorno educativo rico que refleje la diversidad de aptitudes humanas, y en el que el adulto, más que pautar el aprendizaje, acompañe a los niños (también emocionalmente) en su proceso de descubrimiento, descubriendo el mundo y descubriéndose a sí mismos.

Una niña buscando una herramienta de corte en el taller, Tinkering School,  San Francisco (EEUU)

Una niña buscando una herramienta de corte en el taller, Tinkering School,  San Francisco (EEUU)

Necesitan confianza (y voy a cambiar un poco el orden) porque para descubrir su talento, los niños deben poder explorar terrenos desconocidos sin miedo. Esto ocurre cuando sienten que nuestro apoyo es incondicional, que no les juzgamos, y que confiamos en que pueden tomar decisiones por sí mismos. En las escuelas que hemos conocido se confía en los niños y niñas hasta el punto de que éstos tienen voz y voto, a través de asambleas, en cuestiones que van desde la resolución de conflictos personales a la contratación del profesorado. 

Es imprescindible que los estudiantes sientan la libertad de equivocarse. Si sale bien a la primera, sólo están aprendiendo a seguir instrucciones.
— Tinkering School

Y por último, las niñas y niños necesitan brincar, es decir, jugar libremente. El juego es la primera y más importante forma en que exploramos y descubrimos el mundo, igual que el resto de los mamíferos. Sin el juego, nuestra especie y nuestra cultura no existirían. Dice Daniel Goleman, autor de La inteligencia emocional, que "la ciencia ha demostrado que la autoconciencia, la confianza en uno mismo, la empatía y la gestión más adecuada de las emociones e impulsos perturbadores no solo mejoran la conducta del niño, sino que también inciden muy positivamente en su rendimiento académico". Los niños aprenden todo eso jugando. Pero no estamos hablando de jugar al parchís ni al tenis, sino de una forma de juego en la que la participación de los adultos es totalmente prescindible; que surge de la imaginación del niño, de su curiosidad; que es elegida y creada por el propio niño, espontánea, nacida del instinto de juego; en la que el proceso es lo más importante porque no se juega para ganar, no hay competitividad. Este tipo de juego se juega por el placer de jugar, y no busca más premio que divertirse. El juego libre es esencial para el desarrollo emocional, cognitivo y social de los niños. Y les ayuda a ser más felices, de niños y también de adultos.

Descubrir los talentos de los niños y niñas debería servir, en definitiva, para eso: para ayudarles a ser felices y encontrar satisfacción y sentido en su trabajo, cualquiera que sea. 

Escuchemos más la intuición de nuestras niñas y niños: la carpintería puede ser una base fantástica para aprender (de verdad) conceptos de matemáticas, de física... para desarrollar la creatividad. Como curiosidad, en Estados Unidos empresas como Boeing o la NASA desde hace un tiempo no contratan a ningún ingeniero que de niño no haya hecho sus pinitos con la carpintería o la mecánica porque consideran que sólo así han aprendido realmente a resolver problemas creativamente. Y no es casualidad que en todas las escuelas que hemos visitado haya habido siempre un taller de carpintería…

Os decía antes que el talento se asienta en la inteligencia. Hoy sabemos que la inteligencia de una especie animal guarda una relación proporcional con la duración de su infancia. Los seres humanos somos, de todos los mamíferos, el que tiene una infancia más larga. Acortar la infancia de nuestros hijos e hijas no les hará más inteligentes. En realidad, cuando acortamos la infancia de nuestros niños, cuando limitamos sus posibilidades de jugar, de explorar, de mancharse, de correr y de caerse para luego levantarse, estamos también, sin darnos cuenta, cortándoles las alas, impidiendo que desplieguen todo su potencial para aprender, crear y, sobre todo, para ser felices.