Es diciembre, y el invierno está a punto de caer sobre Madrid. Bajamos del tren de cercanías que llega desde Collado Mediano para subirnos en las bicis, esas compañeras de viaje que nos han hecho volar durante cerca de dos mil kilómetros y más de siete meses. Y pedaleamos, otra vez con el viento en la cara, por cuestas y bajadas, entre encinas y roquedales. Vamos a visitar uno de los últimos lugares que conoceremos durante este viaje, un rinconcito apartado, casi escondido en la sierra madrileña, en medio de un jardín repleto de verde y de calma.
Hace doce años que este espacio vio la luz y empezó a crecer con un propósito muy claro: proporcionar un entorno saludable para el desarrollo integral (emocional, social y cognitivo) de los niños y niñas. Hoy La Violeta es algo más que un espacio de aprendizaje infantil. Es un punto de encuentro para familias y profesionales de la educación que promueve formaciones, talleres, charlas y cursos, así como asesoramiento pedagógico, terapia infanto-juvenil y orientación familiar.
Después de que Diego deje preparada la cámara de vídeo y se marche con Jara, nuestra hija de dos años, a descubrir este lugar decorado con tanta delicadeza y sencillez, me siento (muy cómoda, por cierto) con Gema y Lorena, dos personas clave en la creación y la evolución de un proyecto educativo que ha querido sembrar a los cuatro vientos una nueva mirada sobre la infancia. Gema tiene una larga trayectoria en el mundo de la educación desde ámbitos como la psicomotricidad, la atención a niños y niñas con enfermedades oncológicas, el desarrollo de la expresión creativa… Pero sentía que la educación formal no era su lugar, y que tampoco era el de las niñas y niños. “La educación puede estar muy alejada de los niños”, me explica con la mirada empañada de tristeza, “La prisa es la tiranía de los adultos hacia los niños. En la escuela te dicen todo el rato lo que tienes que hacer, están todos sentados… la uniformidad, el estrés… Aunque está establecido como algo normal y natural, y mucha gente ni se lo cuestiona, a mí me parece tremendo lo que los niños viven en este primer mundo, que además luego se quiere trasladar al segundo y al tercero como un éxito”.
El juego libre, la expresión de las propias emociones, la creatividad, no pueden quedar relegadas en la educación a ratos perdidos aquí y allá, en el mejor de los casos. Desde esa premisa, Gema se planteó la creación de un espacio donde estos aspectos centrales en la infancia pudieran tener todo el protagonismo que merecen. Se formó con los Wild (cuya experiencia había conocido a través del libro Educar para ser), con Bernard Aucouturier; conoció un proyecto pionero como Alavida, y aprovechó la fortuna de encontrar un lugar idóneo para que prendiera esa sensibilidad que no había podido germinar hasta entonces.
La historia de Lorena es la de una madre que busca para sus hijas una continuidad entre la crianza y el espacio educativo, un puente construido sobre el respeto y la empatía con las necesidades emocionales de la infancia. Pero para ella La Violeta se ha ido poco a poco convirtiendo también en algo propio: La Violeta es un clan, una comunidad, el intento por recuperar la tribu perdida que tanto necesitamos para criar a nuestros hijos e hijas. Sin embargo, no estamos hablando de una cooperativa: el eje de este proyecto es la propuesta pedagógica, a la que las familias se suman a través de una serie de actividades como talleres, charlas, un coro de padres y madres, el trabajo comunitario y excursiones compartidas.
Mientras charlamos las tres, pienso que nuestra sociedad, los adultos, durante mucho tiempo hemos tratado de llevar a los niños a la escuela, de encerrarlos allí, cuando es la escuela la que ha de acercarse a los niños, perseguir sus formas de hacer, de inventar y de sentir. Aprender de ellos, con ellos. Pienso que, cuando llevamos a un niño o niña a la escuela contra su voluntad, en realidad nos alejamos de él y lo que es peor: lo alejamos de sí. Y me viene a la memoria esta frase de Pennac en Mal de escuela: “Pero, de niño, yo no estaba allí. Me bastaba con entrar en un aula para salir de ella”.
¿Cómo podemos recuperar la mirada del niño en la educación? ¿Cómo podemos lograr que sea la escuela la que se acerque a las niñas y niños? “Supone un trabajo personal previo, un entrenamiento de apertura, dejar atrás el juicio y conectar con el ser que tienes delante, quererlo acompañar…”, responde Gema. Y esta voluntad de transformación no es sólo tarea de los educadores: “Los padres somos quienes más amamos a los niños y quienes más les lastimamos, no con una intención, sino por nuestra propia historia y por todas las carencias que traemos”. Qué importante es, para un proyecto como este, el trabajo continuado con las familias, lograr su implicación y su compromiso de seguir avanzando en encontrar esa nueva mirada. Conseguir esa continuidad entre la familia y la escuela. Para La Violeta estas madres y padres han sido además el aliento que le ha permitido esparcir su semilla, su espíritu, mucho más lejos, a través de la sensibilización y la concienciación. Porque solo así «un día las violetas llegarán hasta aquí a millones. Los hielos se derretirán y aquí habrá islas, casas y niños», como escribe Gianni Rodari en el cuento Una violeta en el Polo Norte.
Durante más de siete meses hemos podido conocer decenas de proyectos educativos que compartían una filosofía, se diría que una estrategia: la de devolver a los niños y niñas un espacio de confianza y de libertad donde poder desplegarse, donde descubrir y descubrirse, donde aprender a vivir y a convivir desde el respeto. La estrategia, en todos estos proyectos, es compartida. Pero las tácticas son diversas. Las tácticas unas veces hacen hincapié en el entorno (la naturaleza, un espacio de creación artística o de intervención física); otras veces en lo afectivo y relacional (como en los enfoques sistémico y humanista); a veces lo central es la capacidad de decisión, la libertad y la responsabilidad individuales (como ocurre en las escuelas democráticas)...
No le he preguntado a Gema y a Lorena cuál es la táctica de La Violeta, pero la intuyo. O, más que una intuición, es casi como un susurro. Palabras pronunciadas despacio, con ternura:
Mi táctica es mirarte
aprender cómo sos
quererte como sos.
Mi táctica es hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible.1
Ese puente indestructible es el que la escuela debe también construir. Un puente que nos acerque a las niñas y niños, que nos ayude a caminar a su lado, a aprender cómo son realmente. A aceptarles. A escucharles. A mirarles, no desde el juicio ni la expectativa, sino desde la complicidad y la empatía.
1 De Táctica y estrategia, poema de Mario Benedetti.
(Diciembre de 2014)
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