A este lado del mundo, los corazones de los niños están llenos de cosas. De cosas que se compran en las tiendas. Baratijas a veces, pero también objetos de lujo que ya nos hemos acostumbrado a ver. Cosas que ni siquiera se pueden (quiero decir, deben) manipular, destripar, transformar, reinventar. Cosas... ¿necesarias? Puede que os sorprenda si os digo que sí, que lo son. Tanto como puedan serlo las muletas para quien ha perdido una pierna.
Pronto aprendemos a darle valor a estos trastos. Ya el bebé se apega al chupete. También al osito de trapo, a la suavidad de la manta, al "objeto transicional", como dicen los psicólogos. Objetos blandos, suaves, cálidos, como una caricia, como un abrazo. Como mamá. El bebé se aferra a una cosa inanimada que evoca a su madre y que toma su lugar cuando ella falta: la aprieta fuerte, la huele, la lleva de la mano, se duerme a su lado. Sin ella, sin la cosa, el miedo y la soledad quizá no serían soportables. La “cosa transicional” (que Winnicott me perdone la vulgaridad) apunta a una carencia, una separación demasiado temprana, una ansiedad que busca calmarse. No una carencia material, sino un vacío más hondo, se diría que del corazón.
Crecemos. Dejamos (algunos) atrás los peluches. Pero el sentimiento de vacío se ha instalado ya, y volvemos a relacionarnos con las cosas recorriendo el mismo sendero que aprendimos de pequeños: “Cuando las personas se sienten inseguras o insatisfechas [...] a menudo intentan ahogar su inseguridad buscando la riqueza y la abundancia material”, nos dice una socióloga de la Universidad de Berkeley. Por eso “las madres menos maternales y más distantes emocionalmente tienden a criar hijos e hijas más materialistas” (y posiblemente también más inseguros, pienso yo).
Pobres niños del mundo rico. Sus padres viven para trabajar, trabajan para comprar, y compran para rellenar –o creer que rellenan– el vacío que deja su ausencia. Los gadgets tecnológicos y la ropa de marca son adictivos, pero da igual que la publicidad nos los inyecte en vena: no traen la felicidad. Los niños lo saben. Y es que las muletas, por muy necesarias que sean para poder seguir andando, nunca nos devolverán la sensación de libertad, de seguridad, que nos dan las piernas.
Si el mundo fuera otro, si no encerrásemos a nuestros hijos horas y horas en casa, en el colegio, en el coche, y les permitiéramos desarrollarse como los seres vivos que son (y que piden a gritos aire, luz y espacios abiertos), si compartiéramos tiempo con ellos en vez de aparcarlos delante de la tele o el ordenador... cuántas cosas “necesarias” perderían su razón de ser.
El mundo rico, enfermo de Diógenes, debe acumular cosas para no morir de soledad. En otros mundos, allí donde los niños pueden confiar en la presencia constante de su madre o padre, día y noche, no saben de objetos transicionales (chúpate esa, Winnicott) 1. De ninguna manera pretendo hacer apología del materialismo, del consumismo. Pero pienso que, tal como vivimos y si no hacemos algo por cambiar las prioridades, seguiremos necesitando cosas absurdas, cosas superfluas, más y más cosas. Las necesitamos, y nuestros hijos e hijas también, porque sin ellas, sin el espacio que ocupan en nuestras pobres vidas, no nos quedaría más remedio que mirar de frente al vacío.
Al principio, cuando nos estábamos preparando para inaugurar el colegio, pasamos muchas horas asignando nuestro pequeño presupuesto a toda clase de equipamiento “necesario” para el juego de los niños, en especial para los más pequeños. Empezamos comprando los juguetes habituales que se pueden ver en guarderías, jardines de infancia y centros recreativos.
A medida que pasaban los primeros años, nos quedamos atónitos al ver que este equipamiento se había quedado casi completamente inutilizado. A buena parte de lo que sí habían empleado, los niños le habían dado usos totalmente distintos de aquellos para los que había sido diseñado.
El equipamiento principal del que se valen los niños son las sillas, las mesas, las salas, los armarios, y el aire libre, con sus bosques y arbustos, roquedales y escondrijos secretos. Su principal herramienta es la imaginación.
Al fin, libres. El colegio Sudbury Valley (Daniel Greenberg)
1 Un estudio que comparaba la forma en que dos culturas diferentes, la estadounidense y la maya (Guatemala), preparan a los bebés para dormir, reveló que los bebés mayas no conocían nada semejante al “objeto transicional” y dormían sin problemas (al lado de su madre), mientras que los bebés estadounidenses, que dormían separados de su madre, necesitaban de objetos, cantos y cuentos que les ayudasen a dormir.