La educación progresista y yo

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Resultó que la educación "progresista" no era nada nuevo. No era una fantasía hippy, ni siquiera un esnobismo posmoderno. Era tan antigua como esa otra educación que muchos hemos conocido, la de los cuadernos de caligrafía y los libros de texto, la de los pupitres, los horarios y asignaturas, la de los deberes, la de la disciplina y los profesores-jueces-funcionariosdeprisiones, es decir, la "versión oficial" de la educación.

 

La pedagogía progresista era tan antigua precisamente porque siempre había habido quien creyera que el ser humano no necesita grilletes para aprender, y que lo que no se aprende con placer no se aprende, sólo se memoriza. Que la mejor forma de aprender es haciendo, descubriendo por una misma. Que un buen maestro no juzga, acompaña. Que los exámenes dirigen el trabajo del alumno al objetivo de aprobar, no de entender. Que la naturaleza en estado puro es el mejor laboratorio, la mejor biblioteca. Y, sobre todo, que lo que impulsa el conocimiento no es un currículum que atiborre a los niños de asignaturas, sino la confianza absoluta, la fe, en el ser humano, en su curiosidad innata y su necesidad vital de entender lo que le rodea.

 

Los “modernos” planes de estudio y las leyes que los inspiran recogen en parte este ideario. Pero lo han convertido en un icono, una imagen acartonada y sin brillo. ¿Cómo si no se explica el tedio, el aburrimiento, de los niños y jóvenes en la escuela, la sensación de que no se está aprendiendo nada, al menos nada importante de verdad? ¿Cómo entender el desánimo del profesorado, su impotencia? ¿Quién decide qué es conveniente estudiar, cuándo y cómo? ¿Es así como se alienta la curiosidad, esa virtud individual e intransferible sin la cual no puede hablarse de un aprendizaje real?

 

¡Qué vil es la memoria del corazón humano! Este Platero de cartón me parece hoy más Platero que tú mismo, Platero...

(Platero y yo, Juan Ramón Jiménez)