Traducción de Diana de Horna
En nuestra especie, el juego cumple una serie de funciones muy valiosas. Es el medio por el que los niños y niñas desarrollan sus capacidades físicas, intelectuales, emocionales, sociales y morales. Es el medio por el que se crean y se mantienen amistades. También proporciona un estado mental que, tanto en niños como en adultos, facilita como ningún otro el razonamiento abstracto, la resolución creativa de problemas, y toda clase de iniciativas que requieren ingenio.
La mayor parte de este post trata sobre las características del juego, pero antes de enumerarlas hay tres aspectos generales que creo que merece la pena no perder de vista. El primero es que las características del juego están todas relacionadas con la motivación y la actitud mental, no con la manifestación externa de la conducta misma. Dos personas pueden estar tirándose una pelota o golpeando unos clavos o tecleando palabras en el ordenador, y una de ellas estar jugando mientras que la otra no. Para saber cuál juega y cuál no has de inferir, de sus expresiones y de los detalles de sus acciones, por qué hacen lo que están haciendo y cuál es su actitud.
El segundo aspecto relevante para la definición del juego es que este no tiene por qué ser a todo o nada. El juego puede entremezclarse con otras motivaciones y actitudes, en proporciones que varían entre el cero y el 100 por cien. En general, el juego puro (una actividad que es 100% lúdica) es más habitual en los niños y niñas que en los adultos. En los adultos, el espíritu lúdico con frecuencia se mezcla con otras actitudes y motivaciones relacionadas con las responsabilidades adultas. Por eso, en nuestras conversaciones cotidianas, solemos decir que los niños «juegan» y que los adultos tienen una «actitud lúdica» o un «espíritu lúdico». Intuitivamente, pensamos que este «espíritu lúdico» es cuestión de grado. Por supuesto, no tenemos posibilidad de medirlo, pero yo estimaría que mi comportamiento al escribir este post es lúdico aproximadamente en un 80%.
El tercer aspecto es que el juego no puede definirse de forma nítida en relación con una sola característica identificativa, sino que más bien se define en función de una confluencia de diversas características. Quienes han estudiado y escrito acerca del juego antes que yo han descrito unas cuantas de esas características, pero creo que todas pueden reducirse a las siguientes cinco:
1) el juego es elegido y dirigido por quien juega; 2) el juego es una actividad en la que se valoran más los medios que los fines; 3) el juego posee una estructura o unas normas que no vienen dictadas por una necesidad física, sino que emanan de las mentes de los jugadores; 4) el juego es imaginativo, no literal, mentalmente alejado de la seriedad de la vida real; y 5) el juego conlleva un estado mental activo, alerta, pero no estresado.
Cuanto más se vean implicadas en una actividad todas estas características, más inclinada se sentirá la mayor parte de la gente a denominarla «juego». Por «la mayor parte de la gente» no quiero decir solo los estudiosos. Incluso los niños y niñas pequeños emplean con más frecuencia la palabra «juego» para designar aquellas actividades que incluyen estas cinco características en mayor medida. Estas características parecen capturar la idea que tenemos intuitivamente sobre lo que es el juego. Es interesante observar que todas tienen relación con la motivación o la actitud que la persona incorpora a la actividad. Me gustaría ahora profundizar en ellas, una a una, y detenerme un poco en cada una señalando algunas de sus implicaciones para reflexionar sobre el valor educativo del juego.
1. El juego lo elige y lo dirige quien juega; los jugadores siempre pueden abandonar el juego.
El juego es, ante todo, una expresión de libertad. Es lo que quieres hacer, por oposición a lo que estás obligado a hacer. La alegría del juego procede de una sensación exultante de libertad. El juego no siempre viene acompañado de sonrisas y carcajadas, ni son estas señales inequívocas del juego; pero el juego siempre viene acompañado de un sentimiento que sería algo así como: «Sí, esto es lo que quiero hacer ahora mismo». Los jugadores son espíritus libres, no peones en el juego de otro.
Los jugadores no solo eligen jugar o no jugar, sino que también dirigen sus propias acciones durante el juego. Como expondré en breve, el juego siempre implica normas de algún tipo, pero todos los jugadores deben aceptarlas por voluntad propia, y si las normas cambian, todos los jugadores han de estar de acuerdo con los cambios. Es por ello que el juego es la actividad más democrática que existe. En el juego social (el juego en el que intervienen dos o más jugadores), uno de los jugadores puede adoptar con carácter temporal el papel de líder, pero solo a voluntad de todos los demás. Cada norma que el líder propone ha de ser aprobada, al menos tácitamente, por los restantes jugadores.
La máxima libertad en el juego se manifiesta en la libertad de abandonarlo. Una persona que se siente coaccionada o presionada para participar en una actividad que no puede abandonar no es un jugador sino una víctima. La libertad de abandonar el juego es la base de todos los procesos democráticos que se dan en el juego social. Si un jugador intenta abusar de otros o dominarlos, los otros dejaran de jugar y el juego se acabará; así que si los jugadores quieren seguir jugando deben aprender a no ser abusones ni dominantes. También pueden abandonar el juego quienes no estén de acuerdo con un cambio en las reglas, y por eso los jugadores que lideran un juego han de conseguir el consentimiento de los otros para modificar una norma. Las personas que empiecen a sentir que sus necesidades o deseos no se están teniendo en cuenta en el juego lo abandonarán, y por eso los niños aprenden, al tiempo que juegan, a ser más sensibles a las necesidades ajenas y a intentar satisfacerlas. Es por medio del juego social que los niños y niñas aprenden, por sí mismos, sin clases magistrales, cómo satisfacer sus propias necesidades y al mismo tiempo satisfacer las de los demás. Esta es quizá la lección más importante que los integrantes de cualquier sociedad puedan aprender.
Este aspecto del juego como algo elegido y dirigido por el propio jugador es algo ignorado, o quizás desconocido, por los adultos que tratan de asumir el control del juego infantil (y que por tanto lo arruinan). Los adultos pueden jugar con los niños, y en algunos casos pueden ser líderes en el juego de los niños, pero hacerlo requiere al menos la misma sensibilidad que los propios niños muestran hacia las necesidades y deseos de todos los jugadores. Dado que los adultos por lo general son vistos como figuras de autoridad, los niños y niñas con frecuencia se sienten menos libres para dejar el juego, o para manifestar su desacuerdo con las normas propuestas, cuando los guía un adulto que cuando los guía un niño. Y el resultado es que, a menudo, para muchos de los niños deja de ser un juego. Cuando un niño o niña se siente coaccionado, el espíritu lúdico se desvanece y todas las ventajas de ese espíritu se van con él. Los juegos de matemáticas en el colegio y los deportes dirigidos por adultos —con sus normas adultas— no son un juego para quienes sienten que están obligados a participar. Los juegos dirigidos por adultos pueden ser muy divertidos para aquellos niños que los eligen, pero pueden ser casi un castigo para los que no lo han hecho.
Todo lo que podemos afirmar en relación con el juego infantil también es aplicable al sentido lúdico de los adultos. Las investigaciones han mostrado en repetidas ocasiones que los adultos que tienen un mayor grado de libertad en cuanto a cómo y cuándo realizar un trabajo, suelen experimentar ese trabajo como un juego, incluso cuando el trabajo es difícil. De hecho, aún más cuando lo es. Por el contrario, las personas que han de seguir las instrucciones de otros, con escasas posibilidades de aportar su creatividad, rara vez experimentan el trabajo como un juego.
2. La motivación para jugar reside más en los medios que en los fines
Muchas de nuestras acciones son libres en el sentido de que no sentimos que otras personas nos estén obligando a hacerlas, pero hay otro sentido en el que no son libres, o al menos no se viven como tales. Me refiero a las acciones que sentimos que debemos hacer para alcanzar algún tipo de objetivo necesario o deseado. Nos rascamos para eliminar un picor, huimos de un tigre para evitar que nos coma, estudiamos un libro poco interesante para sacar buena nota en un examen, trabajamos en algo aburrido para conseguir dinero. Si no existieran el picor, el tigre, el examen o la necesidad de dinero, no nos rascaríamos, no huiríamos, no estudiaríamos ni haríamos un trabajo aburrido. En esos casos no estamos jugando.
En la medida en que participamos en una actividad solo para lograr un objetivo o fin separado de la actividad misma, esa actividad no es juego. Lo que más valoramos, cuando no estamos jugando, son los resultados de nuestras acciones. Las acciones son tan solo un medio para alcanzar el fin. Cuando no estamos jugando, por lo general elegimos el medio más corto, menos costoso para conseguir nuestro objetivo. La estudiante que no aborda el estudio como juego, por ejemplo, estudia lo mínimo posible para obtener el sobresaliente que desea, y su estudio está enfocado directamente al objetivo de sacar buenas notas en los exámenes. Cualquier aprendizaje no relacionado con ese objetivo es, para ella, un esfuerzo desperdiciado.
En el juego, sin embargo, todo esto se invierte. El juego es una actividad que se hace por el placer de hacerla. El estudiante que estudia con espíritu lúdico disfruta estudiando y se preocupa muy poco del examen. En el juego, la atención se centra en los medios, no en los fines, y los jugadores no buscan necesariamente la ruta más corta para alcanzar sus fines. Piensa en un gato que está acechando un ratón, en comparación con un gato que juega a acechar a un ratón. El primero elige la ruta más corta para matar al ratón. El último hace varios intentos para atrapar al ratón, no todos efectivos, y luego lo deja escapar para volver a intentarlo. El gato que acecha disfruta del fin; el gato que juega disfruta del medio. El ratón, por supuesto, no disfruta de ninguna de las dos cosas.
El juego a menudo tiene objetivos, pero los objetivos se viven como una parte consustancial al juego, no como la única razón para participar en él. En el juego, los objetivos están subordinados a los medios que permiten alcanzarlos. El juego constructivo (la construcción de algo de forma lúdica), por ejemplo, siempre va dirigido al objetivo de crear el objeto que el jugador tiene en mente. Pero el objetivo principal de este juego es la creación del objeto, no la posesión del objeto. Unos niños que estuvieran construyendo un castillo de arena no se pondrían muy contentos si llegara un adulto y les dijera: «Podéis dejar ya de esforzaros. Yo os voy a hacer el castillo». Eso les arruinaría la diversión. De forma similar, cuando los niños o los adultos juegan a un juego competitivo con el objetivo de marcar puntos y de ganar, si de verdad están jugando, es el proceso de marcar y de tratar de ganar lo que los motiva, no los puntos ni el estatus que consigan si ganan. Cuando a alguien le da igual ganar haciendo trampas que siguiendo las normas, o cuando pretende conseguir el trofeo y los elogios eludiendo de alguna forma el propio juego, esa persona no está jugando.
Los adultos podemos valorar hasta qué punto nuestro trabajo es juego preguntándonos esto: «Si me pagaran lo mismo, si tuviera las mismas posibilidades de remuneración futura, el mismo grado de aprobación por parte de otras personas, y el mismo sentido de estar aportando algo al mundo, a cambio de no hacer este trabajo, igual que ahora lo recibo por hacerlo... ¿lo dejaría?». Si estamos deseosos de dejar de hacerlo, es que ese trabajo no es juego. En la medida en que decidamos dejarlo con reticencias, o decidamos no dejarlo, ese trabajo es juego. Es algo que disfrutamos con independencia de las recompensas extrínsecas que recibamos por hacerlo.
Una de las razones por las que el juego constituye un estado mental tan bueno para la creatividad y el aprendizaje es porque se focaliza en los medios. Como los fines se consideran secundarios, el miedo al fracaso está ausente y los jugadores se sienten libres de incorporar nuevas fuentes de información y de experimentar nuevas formas de hacer las cosas.
3. El juego se guía por reglas mentales
El juego es una actividad elegida de forma libre, pero no es una actividad libre de forma. El juego siempre tiene una estructura, derivada de reglas que existen en la mente de quien juega. Este punto en realidad se centra en la importancia de los medios en el juego. Las reglas del juego son los medios. Jugar es comportarse de acuerdo con unas reglas elegidas por uno mismo. Estas reglas no son como las reglas de la física. Tampoco son como los instintos biológicos, que seguimos de forma automática. Más bien son conceptos mentales que a menudo requieren que hagamos un esfuerzo consciente para recordarlos y seguirlos.
Una regla básica del juego constructivo es, por ejemplo, que debes trabajar de una determinada forma con el material elegido para producir o representar algún objeto o diseño específico. No apilas bloques de forma aleatoria; los colocas a propósito de acuerdo con la imagen mental que tienes de aquello que pretendes construir. Incluso los juegos físicos bruscos (como la lucha y la persecución), que pueden parecer salvajes desde fuera, están regidos por reglas. Una regla siempre presente en el juego de lucha, por ejemplo, es que imitas algunas de las acciones de la lucha real, pero sin hacerle daño a la otra persona. No golpeas con todas tus fuerzas (al menos no si eres el más fuerte de los dos), no das patadas ni muerdes ni arañas. El juego de lucha es mucho más controlado que la lucha de verdad; siempre es un ejercicio de contención.
Entre las formas más complejas de juego en cuanto a normas está lo que los investigadores denominan «juego sociodramático», es decir, la escenificación lúdica de roles o situaciones, como cuando los niños y niñas juegan a las casitas, cuando están representando un matrimonio o imaginándose que son superhéroes. La regla fundamental aquí es que debes desempeñar tu papel de acuerdo con la visión de él que compartís tú y los demás jugadores. Si eres la mascota canina en el juego de las casitas, deberás caminar a cuatro patas y ladrar, en vez de hablar. Si eres Wonder Woman, y tú y tus compañeras creéis que ella nunca llora, entonces reprimirás tus ganas de llorar, aunque te caigas y te hagas daño.
Para ilustrar la esencia normativa del juego sociodramático, el psicólogo ruso Lev Vygotsky escribió acerca de dos hermanas reales, de siete y cinco años de edad, que a veces jugaban a ser hermanas. Como hermanas reales, rara vez pensaban en su relación y no tenían una forma habitual de comportarse la una con la otra. A veces disfrutaban mutuamente de su compañía, a veces se peleaban, y a veces se ignoraban. Pero cuando jugaban a ser hermanas, siempre se comportaban de acuerdo con su visión estereotipada de cómo debían comportarse las hermanas: se vestían de forma similar, hablaban de forma similar, caminaban abrazadas, hablaban de lo mucho que se parecían y de lo diferentes que eran de las demás personas, etcétera. El juego de ser hermanas implicaba mucho más autocontrol, esfuerzo mental y seguimiento de normas que el hecho de ser hermanas.
La categoría de juego con las reglas más explícitas es el denominado «juego formal». Este tipo de juego abarca juegos como las damas y el béisbol, con reglas que se especifican verbalmente, de modo que se minimice la ambigüedad de su interpretación. Las reglas de estos juegos suelen transmitirse de generación en generación. En nuestra sociedad, muchos juegos formales son competitivos, y uno de los propósitos de las reglas formales es asegurar que todas las restricciones se apliquen por igual a cada uno de los participantes. Los jugadores de juegos formales, si son auténticos jugadores, han de adoptar estas reglas como si fueran suyas propias mientras dure el juego. Por supuesto, excepto en las versiones oficiales de estos juegos, los jugadores habitualmente modifican las reglas para acomodarlas a sus propias necesidades y deseos, pero cada modificación debe ser acordada por todos los jugadores.
El aspecto más importante de todo esto es que cada modalidad de juego implica una gran cantidad de autocontrol. Cuando no están jugando, los niños y niñas (y los adultos también) pueden actuar en función de sus necesidades biológicas inmediatas, sus emociones y deseos, pero en el juego deben actuar de aquella forma que ellos y sus compañeros consideren apropiada. El juego atrae y fascina a los jugadores precisamente porque está estructurado por reglas que el mismo jugador o jugadora ha inventado o aceptado.
El estudioso del juego que más subrayó la naturaleza normativa del juego fue el mencionado Vygotsky. En un ensayo sobre el papel del juego en el desarrollo, originalmente publicado en 1933, Vygotsky comentó la aparente paradoja entre la idea de que el juego es espontáneo y libre, y la idea de que los jugadores han de seguir unas reglas:
La [...] paradoja es que en el juego [el niño] adopta la línea de menor resistencia: hace lo que más le apetece, porque el juego está conectado con el placer. Y al mismo tiempo aprende a seguir la línea de mayor resistencia, subordinándose a las reglas y por consiguiente renunciando a lo que desea, ya que la sujeción a las reglas y la renuncia a la acción impulsiva constituyen el camino al máximo placer en el juego. El juego somete al niño a continuas demandas, impulsándolo a ir en contra de sus impulsos inmediatos. A cada paso el niño se enfrenta a un conflicto entre las reglas del juego y lo que haría si pudiera de repente actuar de forma espontánea [...]. Por tanto, el atributo esencial del juego es una regla que se ha transformado en deseo [...]. La regla vence porque es el impulso más fuerte. Tal regla es una regla interna, una regla de autocontención y autodeterminación [...]. De esta forma los mayores logros de un niño son posibles mediante el juego, logros que mañana serán su nivel básico de acción real y de moralidad.
El argumento de Vygotsky, por supuesto, es que el deseo del niño por jugar es tan fuerte que se convierte en una fuerza que motiva el aprendizaje del autocontrol. El niño o niña resiste los impulsos y tentaciones que serían contrarios a las reglas porque busca el placer mayor que supone permanecer en el juego. Al análisis de Vygotsky yo añadiría que el niño o niña acepta y desea las reglas del juego solo porque él o ella se siente en todo momento libre de abandonar el juego si las reglas se vuelven demasiado gravosas. Con eso en mente, la paradoja puede verse como superficial. La libertad del niño en la vida real no está restringida por las reglas del juego, porque puede dejar de jugar en cualquier momento. Esa es otra razón por la que la libertad para abandonar el juego constituye un aspecto tan crucial dentro de la definición de este. Sin esa libertad, las reglas del juego serían intolerables. Que se nos exigiera actuar como Wonder Woman en la vida real sería aterrador, pero representar ese papel en un juego —un espacio que siempre tienes libertad de abandonar— es muy divertido.
Junto con Vygotsky, yo defendería que el mayor valor del juego para nuestra especie reside en el aprendizaje del autocontroI. El autocontrol es la esencia del ser humano. A menudo decimos que hay personas que se comportan «como animales», más que como seres humanos, cuando no se adhieren a las normas sociales y actúan de forma impulsiva para satisfacer sus caprichos. Por todas partes, vivir en sociedad consiste en comportarse de acuerdo con unas concepciones mentales compartidas de lo que resulta adecuado para cada circunstancia; y eso es lo que los niños practican todo el tiempo en su juego. En el juego, desde su propio deseo, los niños practican el arte de ser humanos.
4. El juego es no literal, imaginativo, y se desmarca de la realidad.
Otra aparente paradoja del juego es que es serio pero no es serio, es real pero no es real. En el juego entramos en un terreno que se encuentra físicamente localizado en el mundo real, que hace uso de elementos del mundo real, que a menudo trata sobre el mundo real, que es entendido como real por los jugadores, y que sin embargo está de algún modo mentalmente alejado del mundo real.
La imaginación, o la fantasía, resulta más evidente en el juego sociodramático, en el que los jugadores crean los personajes y la trama, pero también está presente hasta cierto punto en todas las demás formas de juego humano. En el juego físico brusco, la lucha es imaginaria, no real. En el juego constructivo, los jugadores afirman estar construyendo un castillo, pero saben que es un castillo imaginario, no uno de verdad. En los juegos formales con reglas explícitas, los jugadores han de aceptar una situación ficticia ya determinada que proporciona la base de esas normas. Por ejemplo, en el mundo real los alfiles pueden moverse en cualquier dirección que elijan, pero en el mundo de fantasía del ajedrez pueden moverse solo en diagonal.
El aspecto imaginario del juego está estrechamente vinculado a su naturaleza normativa. Puesto que el juego se desarrolla en un mundo de fantasía, debe regirse por reglas que existen en las mentes de los jugadores, en lugar de por leyes naturales. En la realidad, uno no puede montar a caballo a no ser que esté físicamente presente un caballo, pero en el juego uno puede montar a caballo siempre que las reglas del juego lo permitan o lo indiquen. En la realidad, una escoba es solo una escoba, pero en el juego puede ser un caballo. En la realidad, una pieza de ajedrez es un pedazo de madera tallada, pero en el ajedrez es un alfil o un caballo que tiene unas capacidades bien definidas y unas limitaciones en su movimiento que ni siquiera pueden atisbarse en la madera. La situación ficticia dicta las reglas del juego; el mundo físico real en el que se juega el juego es secundario. A través del juego el niño o niña también aprende a hacerse cargo del mundo y no solo a responder a él de forma pasiva. En el juego es el concepto mental del niño lo que domina, y el niño amolda los elementos disponibles del mundo físico para adecuarlos a ese concepto.
El juego de todas clases tiene un tiempo de actividad y un tiempo de descanso, aunque eso resulta más evidente para ciertos tipos de juego que para otros. El tiempo de actividad es el periodo de ficción. El tiempo de descanso es el regreso temporal a la realidad, quizá para atarnos los zapatos, o para ir al baño, o para corregir a un compañero que no estaba siguiendo las reglas. Durante el tiempo de actividad no decimos «solo estoy jugando», del mismo modo que Hamlet no anuncia desde el escenario que solo está fingiendo asesinar a su padrastro.
Que los niños y niñas se tomen el juego tan en serio, y su negativa a decir que están jugando mientras juegan, a veces confunde a los adultos. A estos les preocupa, sin que haya razón para ello, que los niños y niñas no distingan la fantasía de la realidad. Cuando mi hijo tenía cuatro años a veces se pasaba más de un día haciendo de Superman, y esto inquietaba a su maestra. Yo conseguía aplacarla solo en parte cuando le aseguraba que nunca había intentado saltar desde un edificio de verdad ni detener un tren real y que, cuando al fin declaraba terminado el juego quitándose la capa, admitía que había estado jugando. Admitir que el juego es juego equivale a robarle toda la magia, y automáticamente nos saca de él.
Un aspecto asombroso de la naturaleza humana es que incluso los niños y niñas de dos años saben la diferencia entre lo real y lo ficticio. Un niño de dos años que vierte una taza llena de agua imaginaria por encima de una muñeca diciendo «Uy, “queca” se ha mojado» sabe que la muñeca no está mojada de verdad. Sería imposible enseñar a niños tan pequeños un concepto tan sutil como el de la ficción, y sin embargo lo entienden. En apariencia, el modo de pensamiento ficticio y la capacidad de separarlo del modo literal son innatos en el ser humano. Esta habilidad innata forma parte de nuestra habilidad natural para el juego.
El elemento de fantasía que posee el juego a menudo no resulta tan obvio, ni está tan desarrollado, en el juego adulto como en el juego infantil. Esa es una de las razones por las que el juego adulto no suele ser cien por cien juego. Sin embargo, yo diría que la fantasía ocupa un lugar muy importante en buena parte, si no en la mayor parte, de lo que hacen los adultos, y que constituye un elemento central en nuestra percepción intuitiva de qué actividades adultas pueden considerarse juego. Una arquitecta que diseña una casa está diseñando una casa de verdad. Sin embargo, esa misma arquitecta emplea mucha imaginación para visualizar la casa, imaginar cómo la usarán las personas, y adecuarla a los conceptos estéticos que tiene en mente. Es razonable afirmar que la arquitecta construye una casa imaginaria, en su mente y sobre el papel, antes de que se convierta en una casa real.
Cuando digo que para mí escribir este post es como jugar, en un 80% más o menos, estoy teniendo en cuenta no solo la sensación de libertad que tengo al hacerlo, la diversión que me supone el proceso, y el hecho de que estoy siguiendo unas reglas (relacionadas con la escritura) que acepto como propias, sino también la gran cantidad de imaginación que requiere. No estoy inventando los hechos que narro, pero sí estoy inventando una forma de enlazarlos y estoy pensando en cuál será tu reacción al leerlo. A veces mi fantasía va aún más lejos y me imagino que las ideas que presento aquí pueden tener efectos positivos en la sociedad. Así que la fantasía me guía, de forma muy similar a como guía a un niño que construye un castillo de arena o que finge ser Superman. El que parte de mi fantasía pudiera convertirse en realidad no niega su calidad de fantasía.
5. El juego se desarrolla en un estado mental alerta, activo, pero no estresado.
Esta última característica del juego se deriva de forma natural de las anteriores. Dado que el juego implica un control consciente del propio comportamiento, con atención al proceso y a las reglas, requiere una mente activa y alerta. Los jugadores no se limitan a absorber de forma pasiva la información del entorno, ni a responder a los estímulos de forma refleja, ni a comportarse de forma automática de acuerdo con sus hábitos; han de pensar de manera activa acerca de lo que están haciendo. Sin embargo, puesto que el juego no es una respuesta a una serie de demandas externas o necesidades biológicas inmediatas, la persona que juega está más o menos libre de los poderosos impulsos y emociones que se viven como presiones. Y dado que la atención de quien juega está centrada en el proceso más que en el resultado, y que el terreno del juego está alejado de la seriedad de un mundo en el que las consecuencias importan, el mie- do a fallar no distrae la mente de quien juega. La mente que juega está alerta, pero no estresada. El estado mental lúdico es lo que los investigadores llaman «flujo». La atención se sintoniza con la propia actividad, y se reduce la conciencia de uno mismo y del tiempo. La mente se sumerge en las ideas, reglas y acciones del juego.
Este rasgo del estado mental lúdico es muy importante para comprender el valor del juego en el aprendizaje y la producción creativa. La cualidad de alerta sin estrés que caracteriza el estado mental lúdico es precisamente la cualidad que, en muchos experimentos psicológicos, se ha revelado repetidamente como ideal para la creatividad y el aprendizaje de nuevas habilidades. Estos experimentos normalmente no se definen como experimentos sobre el juego pero no resulta descabellado interpretarlos como tales. Lo que estas investigaciones nos muestran es que cuando presionamos a alguien para que obtenga buenos resultados (lo que induce un estado no lúdico) mejora los rendimientos en tareas que son mentalmente fáciles o habituales para esa persona, pero empeora el rendimiento en tareas que requieren creatividad o una toma consciente de decisiones, o el aprendizaje de nuevas habilidades. Por el contrario, cualquier cosa que disminuya la preocupación de una persona con los resultados y que aumente el disfrute de la tarea por sí misma –es decir, cualquier cosa que promueva el espíritu de juego– tiene el efecto opuesto.
La presión para obtener buenos resultados inhibe la creatividad y el aprendizaje al centrar la atención y limitarla a los fines, reduciendo así la capacidad de focalizarnos en los medios. En un estado de presión, uno tiende a caer en reacciones instintivas o muy arraigadas. Esta forma de responder a la presión es adaptativa en muchas situaciones de emergencia. Cuando te está persiguiendo un tigre, usas cualquier medio que hayas aprendido para escapar o esconderte; no es un buen momento para experimentar nuevas tácticas. Los expertos en cualquier ámbito pueden por lo general obtener buenos resultados en un estado de presión porque pueden tirar de respuestas bien aprendidas y habituales para ellos y no necesitan aprender nada nuevo ni ser creativos. Su atención puede entonces centrarse en lograr el mejor resultado valiéndose del repertorio de acciones que ya les resultan naturales.
Cuando presionamos a los estudiantes para que saquen buenos resultados en el colegio por medio de la evaluación constante de su trabajo, los colocamos en un estado no lúdico y dirigido a los fines que puede motivar a quienes ya saben cómo hacer para sacar buenas notas, pero que inhibe la experimentación y el aprendizaje en quienes no lo saben. La presión ahonda la brecha entre expertos y aprendices. Pero incluso los expertos deben jugar dentro de su área de conocimiento para alcanzar cotas mayores de experiencia. Y en terrenos como el artístico y el de la escritura, por mucha experiencia que hayamos adquirido, lo que se precisa es creatividad y una mente juguetona.
Cuando una actividad se convierte en algo tan fácil y habitual que ya no requiere un esfuerzo mental consciente, es posible que pierda su cualidad lúdica. Es por eso que los jugadores buscan siempre que el juego se vuelva diferente cada vez, o tratan de subir el listón. El juego es juego solo si se necesita una mente activa y alerta para jugarlo bien.
Este artículo apareció en versión original en inglés en el blog del autor.