El otoño ya ha tomado posesión del cielo cuando llegamos a Bilbao. Nos hubiera gustado muchísimo poder hacer el recorrido desde Vitoria en bici, atravesando el Parque Natural Urkiola. Pero la meteo amenaza con regalarnos lluvia, y decidimos no correr el riesgo; aún nos quedan muchos kilómetros de ruta, el frío acecha, y no podemos permitirnos caer enfermos. Así que, por primera vez en todo el viaje, nos subimos (bicis y remolques incluidos) a un autobús de línea.
Después de haber descubierto la educación creadora1 y la labor de Arno Stern, estábamos deseando entrevistar a quien la ha dado a conocer en España, Miguel Castro. Además, estar en Bilbao significaba poder acudir a los estudios de Radio Euskadi, donde nuestro amigo Roge Blasco nos había propuesto entrevistarnos en directo. Estas dos citas hubieran bastado para justificar el viaje, pero ocurrió algo más: pocos días antes recibimos un mensaje. Nos invitaban a visitar Laboragunea, un espacio de aprendizaje para niños y adultos en Leioa. Y no quisimos perder la ocasión.
Las comparaciones son odiosas. Y sin embargo, los occidentales vivimos en una sociedad que las fomenta en todos los ámbitos: la familia, la escuela, el trabajo, la economía... Casi desde que nacemos, nuestra identidad y nuestra autoestima se van configurando en función de expectativas ajenas, de juicios de valor, de notas, de resultados, de estadísticas. Las comparaciones van alimentando un sentimiento de rivalidad, un ansia de superioridad, que sin que nos demos cuenta crece con nosotros y se hace carne. Todo lo que somos, lo que hacemos, puede ser objeto de juicio, medida y evaluación, y la pretensión de “normalidad” –como única escapatoria a la crítica– se convierte en una apisonadora que aniquila lo que podríamos llegar a ser y ya nunca nos atrevereremos a alcanzar. La sociedad de consumo tiene en la competitividad un aliado incondicional (son los objetos los que nos poseen y nos ponen precio, no a la inversa) y no es sorprendente que esa palabra, "competitividad", aparezca tres veces en el Preámbulo de la LOMCE, la ley educativa en vigor en España.
Nada de esto es fruto de nuestra genética humana. A colaborar o a competir, a compartir o a mirarnos el ombligo, se aprende2. Igual que aprendemos que somos valorados simplemente por ser, o que sólo somos dignos de aprecio cuando hacemos las cosas de forma que complacen a alguien que nos mira desde arriba. Arno Stern, ya muy joven, tuvo la ocasión (y la virtud) de darse cuenta de que no es la competitividad la que nos hace felices, de que no es ser mejor que otro lo que nos lleva a crear, de que no es seguir un patrón impuesto lo que nos da verdadera seguridad.
Arno Stern no hace gala de títulos y reconocimientos académicos, le basta su sensibilidad. No aspira a saber más que los niños y niñas, sino que se coloca a su altura para poder aprender de ellos, para servirles, desde la humildad. No pretende conducir ni cincelar la expresividad infantil, se limita a observar cómo ésta se desenvuelve cuando no se siente observada, ni juzgada, ni evaluada. No entiende la pintura como el proceso por el que llegamos a perfeccionar la imitación o interpretación de un modelo, sino como la manifestación de algo personal e íntimo, acarreado desde nuestra memoria más ancestral (lo que él denomina la “memoria orgánica”), en la que cualquier interferencia externa, cualquier intento ajeno de darle sentido, tiene un efecto destructivo. La educación creadora no es arte, porque no se origina en el deseo de comunicar ni parte de la existencia de un receptor, sino que es “el juego de pintar”. Todo lo contrario de lo que ocurre habitualmente en el proceso de socialización y de “educación artística” de nuestras niñas y niños.
Diraya es el estudio de educación creadora de Miguel Castro y Vega Martín en Bilbao. Es el lugar donde se desarrollan sus populares talleres de pintura, aunque actualmente, en otro espacio, también se imparten otros basados en el modelado de arcilla y el movimiento. Allí entrevistamos a Miguel. En una charla intensa, exploramos el papel del juego en el aprendizaje; cómo el miedo que generan los juicios coarta la creatividad y la expresión de nuestra singularidad; la importancia de promover la diversidad en grupos heterogéneos (en contraste con la clasificación por edades de la escuela tradicional) para eliminar la tendencia a la comparación; el valor de la motivación intrínseca frente a los premios y castigos; y el papel del educador en la educación creadora (que no por ser simple se convierte en fácil). Miguel se califica de “pesimista”, pero lo cierto es que no podemos dejar de estar de acuerdo con él en que esta sociedad bloquea cada vez más el desarrollo natural y la felicidad de nuestros hijos e hijas y los convierte en meros productos con afán de llegar a ser, lo antes posible, consumidores.
Es en esta búsqueda de espacios compartidos entre niños y adultos de todas las edades, en el encuentro basado en la no directividad y la ausencia de juicio, que surge Laboragunea. En la localidad de Leioa, ubicado en una nave con ventanales inmensos, vive este proyecto basado en la educación creadora y vinculado también a la Ciudad de los niños de Francesco Tonucci. Allí, niñas y niños, adolescentes y adultos pueden jugar, trabajar, aprender juntos sin barreras. Eukene, una de sus fundadoras, nos recibe con una enorme sonrisa y enseguida nos hace sentir como en casa. Su conversación es tan interesante, y nos desvela tanto de la incomprendida relación entre niños y adultos, que decidimos entrevistarla también para nuestro documental.
Nos iremos de Bilbao, tras una visita corta pero repleta de encuentros cercanos, con la sensación de tener entre nuestras manos un tesoro. Un sentimiento, una certeza, nos acompaña: podemos tratar de vivir nuestra vida (nuestra única vida) ahora, desde la honestidad con nosotras mismas y con nuestro deseo, desde la conciencia de que la responsabilidad implica abandonar la obediencia, desde el sueño de ser quienes de niños hubiéramos querido ser... o podemos sobrevivir huyendo siempre del miedo a ser diferentes, de equivocarnos, de no ser quienes se espera que seamos. Podemos vivir para consumir, y consumirnos en el proceso... o crear, y saber que seguimos vivos.
Con cariño para Mikel, Anuska, Ainhoa, y Jon Ander. Y, cómo no, para Naiara y Quiyo.
1 “El término educación creadora es una fórmula que Stern creó hace cuarenta años para trazar una distinción entre el juego de pintar y la educación artística. Según él, la educación artística destruye toda posibilidad de jugar. Se utiliza el orgullo de los niños y niñas exponiendo sus obras, exhibiendo su trabajo. Para Stern, esto es un insulto al arte y un peligro para el niño, que ve deteriorado su juego y tarda meses en recuperar la espontaneidad” (artículo de Carmen García Corrales en Diagonal).
2 Al respecto os recomendamos el trabajo de Peter Gray, del que puede leerse un interesante artículo online aquí (en inglés).
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