El mundo de la gastronomía y el de la educación tienen mucho en común. Necesitamos comer para vivir, del mismo modo que sin aprender tampoco podríamos seguir existiendo ni como individuos ni como cultura. Los dos son impulsos innatos del ser humano. Por eso no hace falta que nadie nos recuerde que debemos alimentarnos (el hambre se encarga), igual que tampoco esperamos a que alguien nos diga que es hora de ingerir conocimientos: aprendemos continua e inevitablemente, sin darnos cuenta, sin proponérnoslo siquiera. Pero lo mejor de todo es que aprender, como comer, es un placer. Debería serlo siempre. Y dicho esto... os invito a un banquete.
Un banquete con ingredientes que deleitarán vuestros cinco (o nueve) sentidos, al tiempo que van a estimular la curiosidad, la motivación, la iniciativa, la imaginación. Ingredientes con los que crecer y construirnos como personas. Porque ése, para mí, debería ser el objetivo de la educación. Voy a empezar por el ingrediente estrella, ése que a todos los niños les encanta y que no puede faltar en ningún plato para ellos, incluido el aprendizaje. Es de lo más saludable, no necesita preparativos y sube las endorfinas. Se llama "juego" y hay que servirlo siempre, siempre libre.
El juego libre no es solamente una actividad. Es, sobre todo, una actitud mental que nos permite aprender nuevas habilidades y encontrar soluciones creativas. Una actitud que la psicología positiva ha denominado "flujo", pero que ya los budistas y taoístas conocían, y que está relacionado con prácticas como la meditación. Es un estado de apertura y concentración, de atención (paradójicamente) relajada, libre de ansiedad y de estrés (justo lo contrario de la tensión y el miedo que produce cualquier situación en la que nos sentimos evaluados), y que acrecienta entre otras cosas nuestra capacidad para el razonamiento lógico. Quizás porque cuando jugamos nos permitimos equivocarnos. 1
Durante demasiado tiempo se ha considerado el juego como un descanso de la actividad intelectual (de ahí la "hora del recreo"), y no se ha entendido que, a través del juego, los niños aprenden a relacionarse, a confiar, a ponerse en el lugar del otro, a leer el lenguaje corporal, a entender el sentido de las normas, a afrontar la realidad a nivel físico, emocional e intelectual, a descubrir qué es importante para ellos, a tomar decisiones, a superar sus miedos, a improvisar y a soñar. Jugando aprenden, en definitiva, a vivir. O, incluso, a salvar su vida (a partir del minuto 1:20):
El juego no es un respiro en medio del aprendizaje, es el propio aprendizaje. Olvidémonos de alargar –y aún más de recortar2–, el recreo: la única forma de conseguir que el aprendizaje sea significativo es dejar a los niños que jueguen, cuanto quieran, cuando quieran.
Como todas las cosas buenas, este magnífico ingrediente que es el juego no admite sucedáneos. Lo que se nos vende desde hace algún tiempo con la expresión "aprender jugando" no consiste más que en edulcorar un aprendizaje que sigue siendo guiado, impuesto y diseñado desde el exterior, que no surge del propio niño, de sus inquietudes y de su curiosidad espontáneas; no vale el juego organizado, en el que las normas vienen dadas, donde no hay negociación entre iguales, donde no hay espacio para innovar ni salirse fuera de lo establecido. Tampoco vale el juego en que se persigue un premio, o que se juega para ganar, porque la recompensa del verdadero juego es, sencillamente, jugar.
Un niño que vive en la ciudad juega en casa bajo el ojo vigilante de sus padres o éstos lo acompañan a un lugar construido a propósito para jugar y donde, además, los juegos que se pueden jugar están determinados por equipos y juguetes específicos: deslizarse por el tobogán, columpiarse, girar, trepar y poco más. Son lugares tan pobres y previsibles que anulan toda posibilidad de invención o fantasía de los niños. A los tres años, a los seis, a los diez, los mismos juegos, en el mismo sitio.
Francesco Tonucci, Cuando los niños dicen ¡Basta!
Si queremos que los niños jueguen –que jueguen de verdad– tendremos que dejarles buscar otro ingrediente del que no aprenderán en los libros de texto ni podremos comprarles en el supermercado. Un ingrediente que florece en los espacios abiertos, y languidece irremisiblemente en las aulas. El único ingrediente que puede sacar lo mejor de cada niño: la libertad.
1 Peter Gray, en su libro Free to Learn, nos habla de un experimento en el que niños de hasta dos años eran capaces de resolver problemas de lógica avanzados para su edad cuando se les presentaban mediante el juego, mientras que no lo eran cuando se les presentaba la tarea como algo serio.
2 En EEUU, un 40% de las escuelas de educación básica han eliminado el recreo, o se lo están planteando, por considerarlo una "pérdida de tiempo" y un "riesgo" para los niños. (Richard Louv, Last Child in The Woods)