¿Puede un pie convertirse en un teléfono? ¿Y una cuchara, en un sofisticado instrumento de diseño gráfico? Todo el mundo sabe que a los niños les gusta utilizar los objetos cotidianos de forma insospechada, absurda e incomprensible para los mayores. Con el tiempo se consigue, casi siempre, que entren en razón y abandonen sus sueños imposibles. Es necesario que se adapten al mundo real, decimos, y con ese argumento los atiborramos de nuestro particular "reality show", y les hacemos olvidar ese otro mundo posible que llevaban dentro.
Pero todo eso que les negamos –por su bien, claro, para que lleguen a ser mujeres y hombres de provecho– es precisamente lo que ha permitido que las sociedades humanas imaginaran, crearan y se recrearan a sí mismas. Comprender es inventar, decía Piaget. En el siglo XXI, el "mundo real" cambia a la velocidad de un clic, y el conocimiento es tan amplio que lo único que puede salvarnos de la ignorancia es conservar el hambre de descubrir.
Es así como la escuela ha llegado a un impasse, llámese síndrome del profesor quemado, déficit de atención con hiperactividad, fracaso y abandono escolar, bullying, falta de democracia, ratios, recortes irracionales, Ley Wert, y un modelo pedagógico más que cuestionable y caduco. ¿Todo esto tiene que ser así? ¿No puede ser de otra manera? Siguiendo el ejemplo de los niños, queremos atrevernos a imaginar otra escuela, que quizás exista, o quizás tengamos que inventar. Una escuela que no sea una escuela como las que conocemos, bastiones inamovibles de una sociedad adormecida. Una escuela, en cambio, que vuelva a ser la scholé de los griegos, donde lo esencial era el cultivo del espíritu, de la libertad y el espacio de creación. Que sea capaz de traspasar sus límites y atreverse a ser algo diferente y desconocido, como un niño que solo jugando a ser pájaro puede atreverse a volar. ¿Nos acompañas?